Del relato al cuento chino

Arrecia la batalla por el relato, con gran intensidad desde que PP, Vox y Junts tumbaron el decreto ómnibus del Gobierno que contenía mejoras para pensionistas y usuarios del transporte público, entre otras medidas. Y, también, desde que el PSOE rescató con Junts buena parte de dicho decreto, lo que obligó al PP a rectificar y dar por buenas medidas que horas antes rechazaba.

Antes de que esto último sucediera, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, acusó a los tres partidos derechistas de “causar dolor” a quienes iban a ver mermados sus recursos. Y la oposición, que antepuso al interés común las ganas de dar un revolcón parlamentario al Ejecutivo, le acusó de hacer a los pensionistas rehenes de su debilidad.

Alberto Núñez Feijóo junto al presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno en la residencia de Mayores Fundación Hospital San Jacinto y Nuestra Señora de los Dolores en Córdoba

  

PP

El objetivo de tales movimientos era modelar el relato para cargarle el muerto al rival; es decir, el malestar de cuantos iban a ver reducido su ya magro capital. Darle una patada al Gobierno en el trasero de los pensionistas era un ejercicio de alto riesgo político, con previsibles efectos electorales. De ahí que se tratara de eludir la autoría del desaguisado. Cosa difícil, porque fue el Gobierno el que el 22 de enero presentó en el Congreso las medidas sociales, y fue la oposición la que las tumbó. Sobre eso no cabe gran discusión.

Sí pueden discutirse los métodos del Gobierno, que recurre con frecuencia al formato del decreto ómnibus, criticado con razón, porque así aspira a aprobar cuestiones que disgustan a sus oponentes, al amparo de otras que nadie en sus cabales rechazaría. Es oportuno recordar dos datos al respecto. Uno: el grueso de las medidas incluidas en el decreto ómnibus eran sociales; tanto es así, que el PP destacó en sus críticas la devolución al PNV de un palacete parisino que le fue incautado por la Gestapo. Dos: el recurso a este tipo de decretos no es un vicio privado de Sánchez. En el 2011, Mariano Rajoy lo usó para –atención al dato– recortar pensiones, salarios de funcionarios, sanidad o educación.

Insustancial, grosero y lastrado por la falsedad, el relato político es ya un instrumento inservible

Si todos los gobiernos recurren al decreto ómnibus, resulta incoherente censurar a uno pero no a otro. En esta coyuntura sería más pertinente dedicarse a denunciar el asfixiante culto al relato y el modo en que algunos tratan de imponerlo sobre la verdad de los hechos.

Y ¿qué es el relato? Pues relato es sinónimo de narración. En particular, de narración corta. Esto permite asociarlo al cuento, definido por María Moliner como “una narración de hechos fantásticos con la que se entretiene, por ejemplo, a los niños”. Lo cual lleva a preguntarse: ¿Toman algunos políticos a los electores por niños incapaces de distinguir la realidad de la fantasía? ¿O es aún peor que eso? ¿Están convirtiendo ya el relato que tanto aprecian en un cuento chino, así adjetivado porque viene trufado de invenciones y mentiras?

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Da la sensación de que esto último es lo que está ocurriendo. Véanse los relatos políticos que han elaborado, pongamos por caso, Feijóo, Abascal y Puigdemont. Feijóo nos repite que el Gobierno está acabado (aunque aún sigue en pie), que su presidente es el capo de una familia corrupta (de momento, sin pruebas), y no dudó en fotografiarse repartiendo abrazos en una residencia de ancianos de Córdoba (después de fastidiarles la pensión). Abascal saca pecho como paladín de la regeneración nacional (mientras se arrima a Trump, cuyo relato expansionista se basa en la mentira y la negación de derechos humanos y principios constitucionales). Y Puigdemont se proclama defensor fetén y único de Catalunya (con el 21,6% del voto y abonado al obstruccionismo).

El relato, por cuyo control suspiran todos los partidos, es ya un instrumento sin credibilidad y por tanto inservible, debido al mal uso que algunos hacen de él. Es un error tratar de dominarlo a toda costa con argumentos cada día más insustanciales, expresados groseramente, lastrados por una desvergonzada falsedad. A estas alturas, ya suele constituir una ofensa a la inteligencia del elector. Por todo ello, abusar del relato resulta estomagante. Hacerlo, además, cuando no se acompaña de mejoras tangibles para los electores es una desfachatez, por no decir un fraude.

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