Exiliados en nuestra propia geografía

EL RUEDO IBÉRICO

Exiliados en nuestra propia geografía
Catedrático de Geografía Humana de la UV

En 1965, la temperatura media anual de Barcelona no llegaba a los 15 grados Celsius. En el 2022, se acercó a los 18. Los imperturbables datos de los observatorios meteorológicos nos hablan del cambio climático. Y de inmediato me surge la pregunta de si podemos decir que aquella Barcelona de mediados de los sesenta es la misma que la actual. Y me temo que debamos responder que no. La aceleración del cambio climático está haciendo que, por vez primera en la historia de la humanidad, el fugaz arco de tiempo de una vida humana sea suficiente para experimentar un fenómeno global como este. Dudo que la decadencia del imperio romano fuera perceptible durante la duración de una vida de cualquiera de sus súbditos, ni que el paso del esclavismo al feudalismo pudiera ser aprehendido por la experiencia de una única generación. En cambio, nuestro entorno de vida ya no es el mismo que el de hace poco más de medio siglo. Las aguas del Me­diterráneo en las que me bañaba de pequeño, en la playa de València, no son en puridad ya las mismas que ahora me acogen, ni aquellos ­ano­checeres de brisa fresca y clara son equiparables a las ecuatoriales noches veraniegas. Heráclito tenía razón.

El Ruedo Ibérico

 

Joma

Vivimos de ensoñaciones sobre nuestra geografía cotidiana. El barrio marinero donde nací, el Caba­nyal-Canyamelar de los años sesenta, no es el mismo que el que me rodea hoy. El agua de su mar estival era más fresca, las noches más soportables, los días más amables, el sol más benévolo, aunque el agua, es verdad, estaba más sucia. Recuerdo haber pasado horas y horas en aquella playa pintada por Joaquín Sorolla, a la sombra de frágiles cañizos, con sillas de enea y mesas de azul amanecer, cuya pintura, en alguno de sus extremos, había saltado ya. La comida era traída de casa, y la bebida se compraba en el merendero. A veces había un helado en el mejor de los días… Y recuerdo aquellas noches serenas en las que muchos vecinos sacaban sus sillas a la calle para gozar de la brisa refrescante de la noche. Poco de aquello queda. Y solo ha pasado el arco de una vida. Me viene a la cabeza también la otra cara de la experiencia sensorial de mi infancia: aquellos inviernos de València en los que mi madre nos embutía en pesadas trencas de hebilla y nos proveía de manoplas, jersey de un cuello alto que picaba horrores y un verdugo que dejaba a la vista solo los ojos y te hacía arder las orejas y revolver el pelo.

El fugaz arco de tiempo de una vida humana permite constatar la aceleración del cambio climático

Hoy, aunque sigo viviendo en la calle en la que nací, propiamente ya no es la misma, ni es el mismo barrio, ni siquiera la ciudad es ya la misma. Ya no me baño en la misma playa, ni percibo la misma brisa, ni me adormezco con la misma temperatura. Ningún padre cabal llevaría a sus hijos a la playa para pasar allá ocho horas seguidas, como me llevaban a mí. El cambio del clima ha desarticulado los espacios templados de mi niñez.

El premio Nobel de la Paz 2007, el norteamericano Edward Rubin, se quejaba amargamente en este mismo periódico de que el problema del cambio climático siempre se ha aparecido a la sociedad como algo ligado al futuro y nunca asociado a la dimensión personal. La contaminación del aire y del agua tal vez sí, pero el clima no. Por ello, es hora de que la ciencia explique que nuestra experiencia vital es ya la vara de medir de esa transformación mundial. ¿Por qué seguimos viviendo como si nada hubiera pasado, como si fuera voluntad nuestra volver a habitar en aquel barrio marítimo donde nací y me crie? ¿Por qué cerramos los ojos al hecho acreditado de que, en el ­arco de nuestra vida, hemos pasado de vivir al borde del edén a situarnos al filo del abismo, aunque sea junto al mar? Hoy somos la medida temporal de un cambio espacial global. Y esta no es una buena noticia.

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Debemos ser capaces de explicar que esto no debe continuar así. Y para ello no basta dar cifras del calentamiento global, estadísticas de la subida del nivel del mar, tablas del crecimiento de los gases de efecto invernadero o ecuaciones sobre la difusión del dióxido de carbono en la atmósfera o el número de noches tropicales. Todos estos cambios, para ser asumidos, deben relacionarse con nuestra vida cotidiana y con nuestro horizonte vital mediante una razón poética, una metodología experiencial, humanista, casi psicoanalítica.

La formidable capacidad del mar de absorber calor y la lentísima de disipar la temperatura alcanzada ha hecho que, hoy, vivir junto al Mediterráneo se haya convertido en una experiencia agobiante. Veo las viejas fotografías familiares donde, todavía pequeño, juego en la orilla y comprendo que aquel mundo se acabó. Y es que somos exiliados en nuestra propia ciudad, porque ya no es el lugar donde nacimos. Hemos sido, curiosamente, expulsados del edén sin habernos mo­vido un solo centímetro de aquel sitio. Por ello, solo cuando seamos capaces de despertar del sueño y comprender que ya no vivimos en el mismo lugar en el que pensamos que vivíamos, seremos capaces de apreciar la dimensión del problema.

Cuatro milímetros es una medida imperceptible para el ojo humano. Esta es la cifra en la que el mar crece en nuestras costas anualmente, como explicó hace poco el siempre interesante geógrafo Javier Martín Vide. Pero cuatro milímetros multiplicados por la esperanza de vida de una persona en España, pongamos 82 años, son casi 34 centímetros, nada menos que dos palmos. Esa es la dramática medida del cambio climático calculada en el arco de una vida, la suya y la mía.

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