¡Vivan las madres!

Opinión

¡Vivan las madres!
Isabel Llauger

Mi madre murió cuando yo tenía 11 años y esa tragedia familiar supuso que mi relación con ella se fracturara antes de llegar yo a la edad adulta. Aquel hecho antinatural sin duda implicó una amputación de la realidad que comporta crecer con figura materna.

Ante esa ausencia muy presente en mi pubertad y adolescencia, mi abuela Margarita, con la que mis hermanos y yo nos trasladamos a vivir, y mi tía María Gracia se convirtieron, de manera inevitable y para siempre, en mis referentes maternos.

Ilustración

Ilustración

Ilustración de Eulàlia Duran

Quiero pensar que, como mi cariño hacia ellas era público y manifiesto, mi forma de demostrárselo fue palpable, sonoro y evidente y ellas así lo recibieron. Yo quería que se notara. Necesitaba hacer explícito mi cariño. Fue un apego sin literatura ni ornamentos. Una relación sin afectación y con las saludables e inevitables divergencias en nuestras cotidianidades. Era cierto.

Reflexiono hoy sobre si fui capaz de transmitir a mis referentes maternos mi amor incondicional y para siempre porque ahora, que soy madre de adultos plenamente independientes, cariñosos y leales, cuando comparto con otras madres la relación con nuestros hijos percibo una realidad común de desconcierto puntual y de reivindicación de reconocimiento siempre latente.

Las madres atienden las exigencias filiales sin que a veces se perciba un retorno

Hay una evidencia indiscutible que a las madres nos une: se nos hace inevitable la sensación de obligación constante (casi es un requisito enfermizo), desde la más absoluta incondicionalidad, de atender las exigencias filiales sin que a veces se perciba un retorno (o agradecimiento) explícito por parte de nuestros retoños. En esa realidad compartida, no sé yo si tenemos muy claro si esta falta de correspondencia amorosa es objetiva o solo es una sensación que aparece y desaparece cuando percibimos que los hijos no responden, según nosotras, con los parámetros de cariño que una espera.

En esa realidad maternal común, la magnífica película de Dani de la Orden con guion de Eduard Sola, La casa en Flames, es un regalo emocional.

Todas las madres con las que he hablado sobre la cinta y la relación histriónica, exagerada y tormentosa de la protagonista (representada excelentemente por Emma Vilarasau) con sus hijos y su entorno, cuentan que, en algunas parcelas ya sean éstas grandes o pequeñas del film, se han visto íntimamente reflejadas. Esa necesidad de ser públicamente querida. Ese esfuerzo inevitable, equivocándote sin duda, en intentar hacer a todos felices. Ese dar satisfacción a cada uno de los que están bajo tu abrazo intentando que no se note tu necesidad de amparo emocional y reafirmación en tu buen hacer como madre es un lastre real. Un constante, natural y asumido, sin vivir que, desde la exageración y el reclamo de atención más absoluta, Vilarasau nos sirve en bandeja de plata comunicativa.

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Casi al final de la película en el momento catártico de reproches y reivindicaciones familiares la hija, enfadada, dolida y descolocada por el alud de criticas y de reproches le dice a su madre: “L’amor és donar sense esperar res a canvi”, “¡I una merda!”, responde levantando el dedo la adulta dolida, cabreada y harta que, como todos, seguro que también se ha equivocado...

Eduard Sola, al recoger el Goya al mejor guion, leyó emocionado un texto conmovedor que transcribo adaptado y que resume de manera contundente el qué y el cómo de lo que nuestra generación (y tantas otras) necesita oír de vez en cuando: “Que somos supermadres. Que deberíamos mandar a la mierda de vez en cuando. Que si nuestros hijos son quienes son es gracias a nuestra persistencia y a los besos que les dimos al ir a dormir...”.

El encumbrado guionista acababa diciendo, ya roto por la ternura: “Digamos a nuestras madres que las queremos, digámosles que gracias por siempre estar ahí”. Gracias, hijas e hijos... Nosotras también, desde siempre y para siempre, os queremos.

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