Herman Melville comparó la navegación de los primeros marinos que doblaron el cabo de Hornos con el descenso a los infiernos de Orfeo, Ulises o Dante. No exageraba. Las aguas del pasaje de Drake, que unen el océano Pacífico con el Atlántico y separan el confín sur latinoamericano de la Antártida, son las más peligrosas del planeta. Los rugientes vientos del oeste, las tormentas y las corrientes pueden formar allí una mar arbolada, montañosa, incluso enorme, que ha sido ya la tumba de 800 buques y 10.000 personas.
Otros autores de novelas navales, como los anglosajones C.S. Forester y Patrick O’Brian o el chileno Francisco Coloane, entre tantos, contribuyeron también a dar a aquel lugar una dimensión mítica, que causa pavor a sus lectores y, al tiempo, una irresistible atracción.
La buena noticia es que navegar por esas aguas ya no es privilegio exclusivo de avezados lobos de mar. Ahora también lo es de unos pocos turistas que embarcan en cruceros capaces de capear el temporal con más garantías de volver a puerto que los viejos veleros. La noticia mejor es que la naturaleza todavía se expresa allí con primigenia y deslumbrante intensidad. No cada día, pero sí a menudo.

Cuando eso sucede, el espectáculo es de una belleza hipnótica. Con vientos de 220 kilómetros por hora y olas de entre cuatro y cinco metros –las peores (o quizás las mejores) condiciones de la temporada veraniega que ahora acaba allí–, el mar alrededor del cabo de Hornos se convirtió el 19 de febrero en una vertiginosa superficie líquida en constante agitación. Parecía ondulante mármol verdoso, veteado de blanco por las crestas de las olas que al romper formaban nubes de agua propulsadas a gran velocidad por la galerna.
Otros preferirán la postal de un mágico glaciar, con sus hielos de un azul irreal; o la más dinámica de una imponente cascada tropical; o acaso la del estático monumento dedicado a un prócer, deslucido por los años y salpicado de guano. Pero la postal de cabo de Hornos evoca, por su hermosa y descomunal magnitud, una experiencia memorable regalada por los elementos desatados (y tolerada gracias a dos pastillas contra el mareo).