Es fácil para Elon Musk. Después de destruir el mundo se irá a vivir a Marte. No solo ha dicho que esa es su intención, sino que ha expresado su deseo de morir allí. Cuanto antes, mejor, digo yo. Y que se lleve a sus amigos Donald y Vladímir también. Pero mientras, ¿qué refugio tenemos el común de los mortales?
India podría ser una opción. Acabo de pasar diez días allí y me quedo con la sensación de que es un país indestructible, lo más parecido a otro planeta que tenemos en la Tierra, con una cultura única, inmunizada contra la globalización. No vi ningún McDonald’s en las cinco ciudades que visité. Nadie sabe quién es Taylor Swift.
Mejor todavía, a los indios les importan un pito las locuras que están haciendo en Washington. El tema que tanto nos consume a los europeos no sale en conversación. Ellos van a lo suyo.
Lo explica la tradición. Después de lograr la independencia de los británicos en 1947, decidieron que no querían tener nada que ver ni con el bloque soviético ni con el bloque yanqui y fundaron el Movimiento de Países no Alineados. Les ha funcionado bien. Estados Unidos se obsesiona con Europa, Rusia y China –y ellos con Estados Unidos–, pero India se queda al margen, casi desapercibida. Se abstiene en votos como el reciente en la ONU sobre la guerra en Ucrania. Geopolítica, ¿qué es eso?

India tiene, como ven, sus atractivos, a los que podemos sumar que es la democracia más grande del mundo, la economía que más rápido crece del mundo y el país más poblado del mundo. (Ya, está un poco abarrotado, pero una vez que has llegado a 1.450 millones… uno más o uno menos, ¿qué más da?)
Pero, a ver: si yo me fuese a vivir allí necesitaría hacer un cambio elemental de chip. Me refiero al valor que le damos a la justicia social aquí en Occidente, al menos como aspiración. En India, los ricos son muy, muy ricos y los pobres son muy, muy pobres. Lo seguirán siendo. Se calcula que en el 2047 el país habrá dado el salto de nación en desarrollo a nación desarrollada, que la mitad de la población será considerada clase media. Bien. Pero aún quedarán –y para rato– más de 700 millones de personas viviendo en la más escuálida miseria.
Tener que enfrentarme a tanta penuria todos los días en las calles me costaría. Y más sabiendo cómo vive, por ejemplo, la familia más rica de India, los Ambani, dueños del cuatro por ciento del PIB nacional. Mi anfitrión en India, un exbanquero que hoy preside una fundación dedicada a ayudar a los pobres, me contó lo siguiente. Que el hogar de los Ambani en Bombay, en el que viven seis miembros de la familia y trabajan 600 empleados domésticos, tiene 27 pisos, siete de ellos con plazas de estacionamiento para 365 coches. (Sí, uno para cada día del año.) Hay una planta cubierta de hierba en la que viven unos corderos neozelandeses, la pasión del hijo mayor, Anant, que se casó el año pasado en una boda que duró seis días y costó más de 500 millones de euros.
La cultura india propaga las virtudes de la resignación y acepta una jerarquía social brutalmente demarcada
Resulta que Anant se afligió un día al descubrir que, según él, los corderitos no estaban felices. Se estresaban. Con lo cual los montó en el Airbus familiar y se los llevó a pastar un par de días en las plácidas colinas de su país de origen. Cuentan que la terapia funcionó.
Regresaron de Nueva Zelanda mejor de ánimos y pasaron el resto de sus breves vidas, antes de ser convertidos en suculentos curris, en relativa paz.
A pocos indios les parecen escandalizar estas cosas, pese a que la mayoría o vive en la calle o en casas semiconstruidas. En general, India es un país que necesita una buena capa de pintura. ¿Estallido social? ¿O, al menos, tema de debate político? Ni por asomo, como durante el imperio de la reina Victoria cuando 80.000 funcionarios británicos mantenían quietos a 300 millones de indios. No son unos quejicas, como nosotros los españoles. La cultura india propaga las virtudes de la resignación y acepta como normal una jerarquía social brutalmente demarcada en la que un enorme porcentaje de la población se comporta ante los afortunados con la más abyecta sumisión.
Ah, y delicadezas woke, las mínimas. Los hombres valen más que las mujeres y punto. Solo hay que ver las motos que pululan por las calles para constatarlo. El conductor, siempre un hombre, lleva casco. La pasajera, no. Los niños pequeños, tampoco: uno de los varios motivos por los que nunca me atrevería a conducir en India.
Yo, como casi todos, alimento la noción de que soy buen conductor. Allá son los mejores del mundo. Tienen que serlo para no morir o matar. Las calles son hormigueros de coches, autobuses, camiones, motos, bicicletas, perros, vacas, seres humanos tirando de carros como si fueran bueyes, personas cruzando sin mirar, dejando sus vidas en manos de deidades hindúes como Siva, Krishna o Ganesha. No hay concepto de obediencia a los semáforos ni de las bondades de evitar conducir en dirección contraria. Tengo que suponer que dentro del caos existe un orden, una especie de GPS que todos llevan dentro, unos códigos indescifrables para los que no somos de allí.
Le diría a Elon Musk que por más apetecible que parezca el mercado indio para la venta de sus coches Tesla, que se olvide aquí de su fantasía de crear un mundo de vehículos autónomos. Ya que las reglas no escritas del tránsito carecen de toda lógica, no avanzarían ni diez metros sin estrellarse.
Pero gracias a los Fittipaldis que tenía de chóferes llegué ileso a todos mis destinos, entre ellos el Taj Mahal (no he visto ningún edificio más imponente) o la ciudad sagrada de Benarés, la capital del hinduismo, sobre el río Ganges, en cuyas orillas celebran barbacoas fúnebres de cadáveres humanos y alucinantes –o alucinógenos– festivales religiosos.
Uno no sabe el significado de la palabra ‘different’ hasta que ha conocido Delhi, Bombay o Benarés
“Spain is different”, rezaba la consigna turística. ¡Por favor! Uno no sabe el significado de la palabra different hasta que ha conocido India, país que parece habitar varios siglos a la vez. ¿Refugio del mundanal ruido, pues? No creo. Para mí, no. La mañana que regresé a Barcelona vi una imagen que, después de lo que había visto en las calles de Delhi y Bombay, parecía hecha adrede, como el colofón de un guion de cine: un señor en una bicicleta con un niño de unos tres años. El niño llevaba casco, el señor no. Por ahora, y pese a todo, me quedo donde estoy.