La debilidad de las nuevas izquierdas

EL RUEDO IBÉRICO

En la segunda década del siglo comenzó a ser evidente que los partidos tradicionales entraban en una crisis profunda. Los primeros síntomas fueron visibles en los partidos socialdemócratas, que ya venían perdiendo apoyo en Europa desde el año 2000. Surgieron entonces competidores por la izquierda, los más potentes fueron Syriza en Grecia, Podemos en España y la Francia Insumisa de Mélenchon (este último es el partido que mejor resiste). En el Reino Unido, el partido laborista eligió a un líder izquierdista, Jeremy Corbyn; en Estados Unidos, creció con fuerza la figura de Bernie Sanders.

Al poco tiempo, los partidos liberales y conservadores comenzaron también a perder voto, en beneficio de partidos de la derecha radical, algunos de los cuales venían creciendo desde los años ochenta (en Austria y Francia) y otros se crearon de nuevas (en Alemania y en España). En Estados Unidos, Donald Trump se hizo con el control del Partido Republicano. No era, por tanto, un problema únicamente de la socialdemocracia.

opi 4 del 22 març

  

Joma

A mi juicio, esta crisis generalizada de los partidos tradicionales responde en mayor medida a la erosión de los mecanismos clásicos de intermediación política que a causas estrictamente económicas. Doy por sentado que las condiciones económicas siempre influyen en la política, pero no parece que el ánimo antiestablishment de grandes sectores de la población obedezca principalmente a dichas causas. En otros momentos de la historia reciente los indicadores económicos eran bastante peores que ahora (por ejemplo, a principios de los años ochenta del siglo XX) y, sin embargo, no se dieron los seísmos políticos que están a la orden del día en nuestra época.

En algunos trabajos he intentado argumentar que el cambio tecnológico (digitalización) y cultural (individualismo) ha propiciado un cuestionamiento de la intermediación en muchas esferas de la sociedad, incluyendo la política. En la democracia representativa, los principales mediadores entre la ciudadanía y el Estado son los partidos y los medios de comunicación. Ambos sufren problemas serios de credibilidad. La gente desconfía de los políticos tradicionales y prefiere informarse vía redes sociales que a través de los medios clásicos.

Como consecuencia de todo ello, los sistemas políticos se han fracturado y desorganizado. Eso explica, en buena medida, esa sensación tan extendida de que la situación está fuera de control, de que resulta imposible pensar en soluciones políticas efectivas y duraderas a los grandes problemas del presente.

La crisis política ha terminado favoreciendo a los partidos radicales de derecha y no a los de izquierda. Esto es evidente en España, donde Vox goza de mejores perspectivas que una izquierda fragmentada y enfrentada (Sumar y Podemos). Sucede algo similar en muchos otros países.

Los partidos que explotan el miedo hallan un público con ganas de castigar a las élites políticas tradicionales

¿Por qué es la derecha radical quien mejor capitaliza la crisis política de nuestro tiempo? Esta pregunta es fundamental para entender lo que nos está sucediendo. Sin embargo, no tenemos respuestas convincentes. Decir que el péndulo ideológico se ha desplazado a la derecha es una descripción de los hechos, pero no explica mucho: ya sabemos que las derechas radicales están al alza, la cuestión estriba en entender por qué.

Cabe apuntar algunas respuestas provisionales y fragmentarias. La primera de ellas es que las izquierdas presentan hoy un mensaje defensivo más que transformador: quieren proteger cuanto se pueda el Estado de bienestar y regresar a la época dorada de la socialdemocracia, cuando la relación entre capital y trabajo estaba más equilibrada que en la actualidad. Frente a la actitud defensiva de las izquierdas, la nueva derecha se presenta como una ideología rupturista que aspira a triturar las restricciones políticas y regulatorias de la actividad económica y reducir el Estado a su mínima expresión (seguridad y justicia, básicamente).

La segunda respuesta tiene que ver con la potencia política que aún tiene el elemento nacional. Frente al cosmopolitismo e internacionalismo de las izquierdas, la nueva derecha apela a la soberanía de la nación (Brexit, nativismo, aranceles) en contraposición a un orden globalizado en el que los gobiernos tienen las manos atadas. Hay una promesa de acabar con las servidumbres que supone la globalización (apertura comercial, libre flujo del capital, deslocalización industrial). Se acusa a las élites políticas tradicionales de estar más atentas a los intereses globales que al interés nacional.

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La tercera respuesta, a mi juicio la más importante, deriva del descrédito de la propia política. Las izquierdas siempre han ofrecido una solución política a las desigualdades e injusticias que produce el capitalismo a partir de la acción colectiva de sectores populares. Ya sea para hacer la revolución o para introducir reformas progresistas, se requiere tener fe en la política. En la medida en que en las sociedades occidentales se ha instalado un fuerte sentimiento antipolítico, de desconfianza hacia las élites, la esperanza y la ilusión de mejoramiento que las izquierdas encarnaban se han agotado, y han dado paso a un pesimismo algo melancólico, reflejado en la creencia de que los hijos vivirán peor que los padres y en el temor de que nos dirigimos irremisiblemente a una catástrofe medioambiental que podría acabar con la civilización.

Por descontado, cabe argumentar que corresponde a las propias izquierdas rectificar­ el pesimismo reinante. El problema es que nadie sabe muy bien cómo puede lograrse ese cambio. Mientras, los partidos que explotan los miedos y resentimientos encuentran un público con ganas de castigar a las élites políticas tradicionales.

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