Razón y emoción

Spinoza (1632-1677) tenía razón: para la vida en común, es decir, para la convivencia social es imprescindible que las personas tengan control de sus emociones. Eso es lo que se me ocurre cuando veo a un diputado o diputada hablando en el he­miciclo desde el descontrol emocional. Así –pienso– dejándose llevar por la emoción, es imposible legislar correctamente. Y me felicito, una vez más, por haber tenido en tiempos de la covid a un ministro que se guiaba por la razón y no por sus pasiones.

Descartes (1596-1650), racionalista como Spinoza, pensaba que razón y emoción eran dos sistemas separados. Uno se daba en la mente, mientras que el otro se daba en el cuerpo. Para Descartes, la razón –pura y clara– era superior a la emoción –confusa y perturbadora–. No es extraño que a las mujeres durante siglos se nos haya considerado emocionales y, por tanto, inferiores a los varones, juzgados racionales. Aunque no solo por esa razón se nos ha valorado por debajo de los hombres, pero este es otro tema.

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Ana Jiménez

Damasio (1944) en su libro El error de Descartes, desde las neurociencias, explica cómo razón y emoción constituyen un único sistema. Esto es, para tomar decisiones nos es imprescindible la interrelación entre razón y emoción. Damasio lo justifica a través del marcador somático, una señal que experimentamos corporalmente, que se corresponde con una emoción y que nos ayuda a tomar una decisión. Imagine que está usted en una primera cita romántica y nota malestar e incomodidad; tal vez le duele el estómago o le sudan las manos. Ese marcador somático (le sudan las manos) está actuando como una alarma emocional, desencadena un sentimiento (miedo) y le ayuda a tomar una decisión racional: cortar con esa persona.

Eso, que podemos interpretar como intuición, no es más que un registro emocional que queda grabado en el cuerpo a través de sensaciones físicas cuando vivimos una experiencia significativa, sobre todo si implica una consecuencia positiva o negativa. Nuestro cerebro almacena esas emociones y, cuando nos enfrentamos a una decisión similar, reproduce esa señal emocional para orientarnos.

En situaciones en las que está implicado el bien común, es imprescindible guiarse por la razón

Así que las emociones son imprescindibles para el raciocinio. Lo que nada tiene que ver con los postulados de la posmodernidad, que aboga por centrarse en las emociones y dejar de lado la razón. Tan absurdo es creer que podemos tomar decisiones sin el concurso de las emociones, como considerar que las emociones nos guían mejor que la razón. Si usted tiene que comprar un piso, por mucho que sus emociones le empujen a buscarlo en una carísima urbanización, no va a tener más remedio que someterse a la evidencia que marca su renta familiar para comprobar si puede o no abordar la hipoteca.

De igual modo, cuando se trata de situaciones en las que está implicado el bien común, es absolutamente imprescindible guiarse por la razón. Y es que es imposible que en un grupo todos experimenten las emociones del mismo modo. Primero, porque depende de la fisiología de cada individuo, es decir, de neurotransmisores, hormonas y receptores cerebrales, lo que influye no solo en la intensidad con que cada persona siente las emociones, sino también en cómo las regula. Segundo, porque depende de si ha sido socializado como hombre o como mujer, ya que los estereotipos de género interfieren, y mucho, en la experimentación y expresión emocional. Y, tercero, porque dependerá del ámbito familiar y cultural en el que usted haya sido educado; no es lo mismo haber crecido en una familia mediterránea que en una nórdica.

Imaginemos que usted quiere optar a una vivienda social. Si solo le preguntaran cómo se siente su familia, usted podría considerar que pertenece a la clase media y eso no le otorgaría el derecho a ese piso de alquiler asequible que necesita. Mientras que si la pregunta se refiere a un dato concreto: la renta media familiar, no hay error posible en la adjudicación. Y lo mismo le ocurre a quien legisla o ejecuta, obligado a basarse en la razón. Por ello, conviene que las normas de convivencia se sustenten en evidencias claras.

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Lo dicho, en aquellas situaciones que afecten a la colectividad, convendrá tener en mente las palabras de Spinoza en su Ética referidas a las personas: “En cuanto están dominadas por las pasiones, pueden ser contrarias unas a otras; solo en cuanto viven bajo la guía de la razón, convienen siempre necesariamente en la misma naturaleza”.

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