Menos lobos

Un lobo siempre será un lobo, le advierte el cirujano a Emilia Pérez, en la película, antes de emprender su operación de cambio de sexo, buscando, ingenuamente, dejar de ser quien es con un simple cambio externo. Lo mismo que le recuerda en Yellowstone el indio Moe a Kayce Dutton, el vaquero blanco, atrapado en un conflicto de lealtades entre su familia de sangre y su mujer india.

Tan cierto como que somos un eslabón más de la larga cadena de la humanidad, lo es que nos definimos por pequeñas filiaciones biológicas y tribales, a veces fuente de seguridad, en otros casos verdaderos grilletes al pie. En ocasiones, como si todavía conserváramos el escapulario de la primera comunión, nos sentimos continuadores de una fe que creemos protectora y que nos recuerda la de nuestros padres, quién somos y de dónde venimos. Otras veces el vínculo no es más que una pesada y asfixiante correa que limita: “Hijo mío, ¡esto siempre se ha hecho así!”. O, igual de invalidante: “¡Aquí estas cosas no se han visto nunca!”.

L'herència Teatre Lliure

  

Marta Mas

Después de asistir a su magnífica representación en el Teatre Lliure, estos días he releído de cabo a rabo L’herència, de Matthew López, considerada por muchos la mejor obra de teatro escrita en este siglo. La obra cuenta la historia de unos hombres gais, entrelazados por una serie de experiencias vividas y contadas en Nueva York, décadas después del surgimiento del sida. En una de las discusiones entre jóvenes y mayores, Eric, uno de los veinteañeros más atormentados por lo identitario, reivindica la necesidad de formar parte de algo: “Necesitamos nuestra comunidad, necesitamos nuestra historia [..] Mi abuela me hablaba de la Shoah y sus experiencias como refugiada [..] Los griegos se golpean el pecho y se enorgullecen ante la invasión de Troya. Los niños negros llevan la cabeza un poco más alta cuando se menciona a Rosa Parks. Y en la cultura LGTB se nos pone un nudo en la garganta por el orgullo que nos provoca el significado de Stonewall”.

Salgo del teatro y de su relectura contrariado. ¿Cuáles deben ser las responsabilidades de una generación con la siguiente? ¿Y con la anterior? ¿Realmente existe algún vínculo inoxidable entre ellas? ¿Qué define el perímetro de nuestra comunidad? Yo mismo… aun siendo del Empordà casi nunca escucho sardanas, y aunque catalán, también me encanta Rodrigo Cuevas. Aun cuando cristiano, confieso que piso ya pocas iglesias y, de ser llamado a filas por España, no estoy seguro de que pudiera llegar a matar a un ruso. Quizás he leído demasiado a Kant y a los humanistas que un día soñaron que los hombres y mujeres nacemos libres, iguales en derechos y fraternos.

Lo singular, lejos de aislarnos e inmovilizarnos, debe permitirnos elevarnos y conectar

Abrumado por estos pensamientos, estas semanas he asistido a dos presentaciones de libros que, lejos de serenarme, han acrecentado mi confusión. En la primera, en la parroquia de Sant Pere de Figueres, el pintor Lluís Roura presentó su libro 80 anys de memòries, un volumen realmente enciclopédico sobre su vida y obra. Recordando su infancia rural, pero todavía más la catalanidad y religiosidad de sus primeros espacios de sociabilidad, con sus aplecs sardanistes, romerías a la Mare de Déu del Mont y excursiones a Sant Aniol; releyendo sus expresiones tan gironines o disfrutando de la alegría de sus cuadros repletos de amapolas y trigales, me quedó claro que ciertamente yo no soy solo eso, pero que sin eso no sabría ser quien soy.

Algo similar me pasó hace unos días en la presentación de Mort en diferit, la segunda novela de Toni Aira, en la librería Antinous, una de las últimas de temática queer que resisten en Barcelona. Su libro no es gay, pero los convocados asistimos arropados entre obras de Forster, Wilde, Terenci Moix y en medio de un curioso acopio de películas de Almodóvar y Ventura Pons. Tampoco somos solo esos autores, pensé, pero nadie de los presentes podría explicar quién es sin ellos.

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Parece claro que nuestra herencia biológica, nuestra educación y la vida vivida configuran quienes somos. Eslabones de una larga cadena, en la que cada una de sus anillas puede y debe tomar un color distinto, genuino, pero que debería aspirar a formar parte de un todo. Lo singular, lejos de aislarnos e inmovilizarnos, debe permitirnos elevarnos y conectar, sin miedo a los cambios ni al mestizaje. Porque los lobos ya no son lo que eran. Ni falta que hace.

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