El tenedor del Papa

EL RUEDO IBÉRICO

El tenedor del Papa
Catedrático de Geografía Humana de la UV

A estas alturas de la semana, ustedes ya habrán leído interesantes análisis sobre los fundamentos teológicos de Jorge Mario Bergoglio, anécdotas de su elección y balances de su mandato. A estas alturas, muchos de ustedes pensarán que ya conocen bastante de su figura. Por eso, me dirijo hoy a su corazón y no su cabeza con este escrito, que me gustaría que se asemejara a una caricia suave y contenida, leve y entrañable, de agradecimiento.

En 1913, Marcel Proust, en su obra Por el camino de Swann, primer tomo de En busca del tiempo perdido, hizo famoso el sabor de aquella magdalena que le recordó a la que su tía Léonie le daba en su infancia: “Pero, cuando de un antiguo pasado no queda nada, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solamente el olor y el sabor, más frágiles pero más vivaces (…), continúan aún vivos mucho tiempo, como almas, para recordar, para esperar, para anhelar, sobre las ruinas de todo lo demás, para llevar consigo sin desfallecer, en su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo”.

opi4 del 26 abril

  

Perico Pastor

Ciento once años después, Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, evocó esta misma sensación en un escondido fragmento de su encíclica Dilexit Nos (2024). Como Proust, Bergoglio hace de lo cotidiano materia de propulsión, pero a diferencia de aquel, no hacia un pasado embarazado de nostalgia y melancolía, sino, como el vuelo de un azor, hacia la comprensión y la acción solidaria de una humanidad diversa pero única. En una de sus páginas (en la versión que mi hija Claudia me dio, fotocopiada y grapada, y que hubiera hecho las delicias de Francisco por su espontaneidad y sencillez), el Papa alerta de la necesidad de la poesía y del amor para salvar lo humano.

Jamás el algoritmo, escribió, podrá albergar, por ejemplo, “ese momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los años, sigue ocurriendo en cada rincón del planeta”. Y para que lo entendamos mejor, evocó su propia experiencia en Buenos Aires hablando del uso de aquel tenedor “para sellar los bordes de esas empanadillas caseras que hacemos con nuestras madres o abuelas”.

Aquel tenedor es elevado así a la categoría de instrumento amoroso y universal, equiparable, continúa, a “hacer brotar sonrisas con una broma, calcar un dibujo al contraluz de una ventana, jugar el primer partido de fútbol con una pelota de trapo, cuidar gusanillos en una caja de zapatos, secar una flor entre las páginas de un libro, cuidar un pajarillo que se ha caído del nido, pedir un deseo al deshojar una margarita”.

Cuando leí este fragmento, también tuve mi momento Proust/Bergoglio y recordé a mi abuela haciendo exactamente lo mismo en su casa de València, a miles de kilómetros y a años de distancia de la capital argentina. Hoy pienso que el deseo del Papa con este ejemplo no era despertar la nostalgia por un tiempo pasado, sino unir en un solo gesto de entrañable humanidad a todos los seres humanos. De hecho, así lo recoge en esa misma página: “Al igual que el tenedor, podría nombrar miles de pequeños detalles que sustentan las biografías de todos”. De todos y en cada rincón del planeta.

Jorge Mario Bergoglio alerta de la necesidad de la poesía y del amor para salvar lo humano

Aquí está la clave del texto. Porque todo principio de humanidad se basa justamente en la experiencia amorosa de lo que él llamó “lo ordinario-extraordinario”. Todo acto se unifica en el corazón de la persona, que es donde alcanza su plena identidad “porque cada ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser amado”.

En este caso, el recuerdo de aquel tenedor que con delicadeza mordía los bordes de la empanada (o de los panzerotti o de los pastelitos) para evitar que su interior se desparramara cuando, en el horno, se cociera, era la clave de bóveda de la acción liberadora y fraternal del amor y del encuentro. Y sabiendo que, en cada país, en cada ciudad, en cada villa y en cada familia, aquel tenedor y su empanadilla podían adoptar una forma propia que variará de latitud en latitud.

Años antes, otro jesuita de gratísimo recuerdo (me escribió una afectuosa postal de agradecimiento cuando le mandé una biblia traducida al valenciano) el cardenal y arzobispo de Milán Carlo Maria Martini, había sabido definir este concepto como “la afectuosa organización de la cotidianidad”.

Estoy convencido, sin prueba alguna, de que Bergoglio había leído al Martini que defendió que el amor no permanece vivo por las grandes declaraciones excepcionales, sino por la sucesión de pequeños gestos cotidianos. Y que, del mismo modo, el amor por Jesús y la intimidad con Dios tal vez no sea fácil de encontrar, pero podemos estar seguros que jamás estarán en las demostraciones de fe ante las cámaras de televisión.

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La universalidad de este mensaje de ternura y amor de y hacia una humanidad diversa pero única se funda justamente, como también recordó Martini, en que “la palabra de Dios es libre y universal y no puede ser sometida por nadie y nadie la puede condicionar…, es la palabra para todos y cuando es necesario es Palabra que, para llegar a todos, rompe barreras”. Francisco nos llamó a actuar con corazón, madurar y cuidar el corazón con el añadido no menos perspicaz de que “tomarse en serio el corazón tiene consecuencias sociales” y, justamente por ello, creo que es apropiado recordar el Salmo 1: “Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos (…) ni se sienta en la reunión de los cínicos”.

En un mundo de impiedad y cinismo, hago votos para que la iglesia sepa mantener esa Lux mundi que Francisco reflejó tan bien.

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