Carpe diem analógico

El pasado lunes parecía que estábamos a punto de vivir el apocalipsis. Supongo que todos lo pensábamos. Los miles que se quedaron encerrados en trenes, atrapados en estaciones y aeropuertos o colgados en el ascensor. Los centenares de miles que tuvieron que volver a pie a casa o pernoctaron en sofás ajenos. O en casa con una vieja radio de pilas rescatada del trastero. Después resultó que era un apocalipsis de bolsillo. Por supuesto lamentando la muerte de media docena de personas por respiradores fallidos o por incendios causados por velas. Pero en un país de 40 millones totalmente parado durante horas, la fotografía que más vueltas dio en las redes mundiales fue la de las terrazas de los bares llenas de compañeros de trabajo, vecinos o amigos charlando mientras aguantase fría la bebida en las neveras paradas. Fuera de aquí, no podían creérselo. No sabían si era resiliencia o el tópico internacional de que en España siempre estamos o de fiesta o de siesta.

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Àlex Garcia

Tengo la teoría de esa sensación generalizada de calma, sentido común y espera se debió a que no podíamos conectarnos a internet. No había mensajes tóxicos y teorías de la conspiración para atacarnos los nervios como cuando la pandemia. No podíamos explicar nuestro estado de ánimo, lo que estábamos haciendo o haciéndonos selfies con el signo de la victoria en la mano y los morros en punta para marcar pómulo. No había acceso a gurús o influencers indocumentados.

La sensación de calma y sentido común se debió a que no podíamos conectarnos a internet

Todo esto llegó luego, claro. Y en esta tormenta y también en la lucha política para dominar el relato estamos instalados ahora. Que si nucleares sí o no, desprivatizar compañías o privatizarlas más, culpa tuyo o del de más allá, conspiraciones, mentiras y paranoias.

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Pero nos iría bien recordar aquellas horas en que una radio (siempre la radio) colgada en un árbol explicando sencillamente las pocas cosas que se sabían y haciéndonos compañía, al lado de familia, amigos y conocidos o una simple conversación con extraños tan des­concertados como nosotros nos devolvió la paz de espíritu para no apresurarnos a buscar a quien lapidar. Las desgracias en comunidad de carne y hueso se pasan mejor que cuando estamos solos con una compañía virtual.

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