Cada cual vivió como pudo el gran apagón eléctrico. Unos tuvieron que soportarlo estoicamente embutidos en trenes, túneles o estaciones. Otros perdieron dinero a mansalva. A otros muchos se les esfumaron encargos, pagos, documentos. Los enfermos arriesgaron la salud. Menos dramáticamente, otros sólo tuvieron que pasar un día de fiesta sin el catálogo habitual de hipnóticas imágenes telefónicas. No fueron pocos los que sacaron fuerzas de flaqueza, como aquel avispado cocinero que armó un puente para activar el gas (bloqueado por seguridad cuando cae la electricidad) y, con la cocina a 50 o 60 grados, pudo servir numerosos menús a la clientela habitual. Las vivencias fueron muchas, pero los medios de comunicación y las redes sociales no han hecho más que describir la peor cara de aquel día: las quejas, los peligros, las desolaciones, las desgracias. El apagón duró unas horas: ha sido descrito como un ensayo de apocalipsis.
La competencia entre diversas fuentes de energía favorece la batalla por el relato. Si, hasta ahora, las energías verdes estaban de moda en España, gracias al apagón sus rivales ya se cuelgan medallas. Todavía se desconocen las causas, pero la confusión está servida. La economía verde ha pasado en pocas horas del podio al banquillo de los acusados. Finalmente, la polarización política ha redondeado la descripción tremendista y dramática de aquellas horas sin luz.
Cuando un partido gobernante se encuentra ante un azar imprevisto, una tragedia natural o, como es el caso que nos ocupa, una consecuencia negativa de nuestro complejísimo sistema de vida, la oposición huele sangre y sus aliados mediáticos muerden sin contemplaciones. En ocasiones, la incompetencia es flagrante. Es el caso del presidente valenciano Mazón. Al parecer, actuó como el capitán Schettino, quien, al naufragar el crucero que comandaba, huyó con un bote abandonando a los pasajeros y la tripulación. Pero incluso en el caso de Mazón es visiblemente obscena la voluntad de sus contrincantes: tal es su afán por obtener el botín de la desgracia.
Ante las desgracias, el comportamiento de gran parte de los medios de comunicación y de los opositores (sea cual sea su color político) es similar a las aves carroñeras, que sobrevuelan, ávidas, los escenarios dramáticos, dispuestas a alimentarse de la desgracia.
Reímos tan solo cuando el adversario resbala, solo sabemos ganar si el rival se lesiona
No, no pretendo eclipsar la hipotética responsabilidad del Gobierno español en el apagón. Tampoco intento diluir la apatía de Mazón en la gestión de la dana. Sólo subrayo que en los momentos de desgracia colectiva, se impone el espíritu del buitre o la hiena muy por encima del espíritu fraternal. Las sociedades dominadas por el espíritu carroñero viven en la amargura, el miedo y la desconfianza, defectos que deprimen la vida colectiva.
Con las redes sociales, el carácter colectivo se ha definitivamente agriado, objetivo que el periodismo de trincheras perseguía desde hace años. Se fomenta la sospecha. Se subraya todo lo negativo. Las desgracias son enfatizadas. Se retuercen todos los problemas. Se convierte la imperfección en desastre. Cualquier excusa es buena para levantar el grito de la queja y la irritación. ¿Mejoran nuestras sociedades en este clima destructivo? Es obvio que no. Al contrario.
Cada día estamos colectivamente más deprimidos, amargados y coléricos. El enojado pesimismo ambiental nos impide tomar conciencia del fabuloso nivel de vida que hemos alcanzado: el más alto que la humanidad ha conocido en toda la historia. Los índices de depresión, violencia familiar, violencia autoinflingida y la cantidad astronómica de drogas legales e ilegales que necesitamos para ir tirando son síntomas de una gran depresión colectiva.
Países mucho más pobres que nosotros ríen más y, a pesar de sus muchas carencias, están más tranquilos y confiados. Nuestros abuelos y bisabuelos vivieron la guerra, conocieron el hambre, pasaron fríos tremendos e incomodidades inefables, que nosotros no resistiríamos. También se reían más. Sabían relativizar las desgracias; sabían celebrar el pan y el vino cuando lo tenían en la mesa. Nosotros, a pesar de nuestra abundancia, estamos siempre irritados y ofendidos. Somos adictos al sarcasmo: reímos tan solo cuando el adversario resbala. Solo sabemos ganar si el rival se lesiona.
