Desde hace medio año, la vivienda se mantiene como el principal problema existente en España, según atestigua mes a mes el barómetro de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Esta percepción solo se había producido una vez –en septiembre del 2007–, pero desde diciembre pasado es constante. Varían los porcentajes, ya que la vivienda fue el principal problema en diciembre para el 22,3%, y lo es en mayo para el 25,5% (por delante de los problemas políticos y del paro), y en febrero se registró un pico del 34,1%.
Pese a tales oscilaciones, está claro que la sociedad española considera ahora mismo las dificultades de acceso a la vivienda como una amenaza mayor para el desarrollo social. Y no solo porque se está privando a muchos ciudadanos de un derecho constitucionalmente reconocido, sino también porque hablamos de un problema que según todos los indicios irá aún a más en los próximos años, y para el que algunos remedios ya ensayados se han revelado inoperantes.
En España hay alrededor de 25 millones de unidades de vivienda y unos 50 millones de habitantes. La combinación de ambos datos nos sugiere que nadie debería verse privado de techo. Pero distintos factores, como los flujos de población hacia las ciudades, la llegada de inmigrantes, la inadecuación de muchas viejas viviendas a la actual normativa, los nuevos modelos familiares o los previsibles procesos de emancipación, conducen a la caída de la oferta y el encarecimiento de los precios. No es un problema que afecte únicamente a las clases más desfavorecidas: también alcanza ya a los hijos de la clase media que necesitan vivienda propia.
La colaboración pública es clave para tratar de resolver el déficit habitacional
Así las cosas, es lógico que las autoridades batallen en todos los frentes, desde el local hasta el europeo, para tratar de paliar un problema de semejante dimensión. El alcalde de Barcelona, Jaume Collboni (PSC), es consciente de ello. Razón por la cual está intensificando las negociaciones con el grupo de Junts en el Consistorio, a fin de alcanzar un acuerdo para flexibilizar la norma, aprobada siendo alcaldesa Ada Colau, que obliga a los promotores de nuevos bloques de vivienda, o a quienes optan por reformarlos, a reservar el 30% de los pisos para vivienda social, cuyo principal efecto práctico ha sido el de reducir el número de nuevas promociones.
Una medida como la descrita puede ser temporalmente comprensible en zonas muy tensionadas, con precios altos y oferta a la baja, donde ciertos operadores foráneos actúan con excesiva agresividad. Pero cuando se fija indefinidamente por ley tiene efectos contraproducentes, como se ha visto.
Entre tanto, en la esfera comunitaria, Collboni ha presentado esta semana a la Comisión Europea, junto a alcaldes de otras quince grandes ciudades del Viejo Continente, un plan que solicita la movilización de 300.000 millones anuales para vivienda. Ya se verá en qué medida puede materializarse este requerimiento. Pero es obvio que reconoce la existencia del problema, su enorme dimensión y la necesidad de afrontarlo con medidas y recursos públicos.
PSC y Junts negocian la flexibilización de la norma del 30% de la era Colau, y Collboni pide ayuda a la UE
Algunos países europeos, como Austria, han abordado desde hace ya más de un siglo políticas públicas en este ámbito, y allí los stocks de vivienda protegida, también en régimen de alquiler asequible, son más importantes que en otros, por ejemplo España (con la excepción del País Vasco y Navarra). En nuestro país, por el contrario, y a lo largo de los últimos cuatro decenios, las competencias transferidas a las comunidades autonómicas no han contribuido a atenuar debidamente el problema. Entre otros motivos, y de forma muy especial, porque esas transferencias no han venido acompañadas de una política financiera.
El problema de la vivienda es de importante envergadura por su complejidad y su dimensión. Será difícil resolverlo sin un pacto nacional que comprometa a todos los agentes que actúan en el sector, tanto públicos como privados. Y será difícil, aun en el caso de que se dispusiera de más recursos para construir, que la operación pudiera llevarse a cabo sin unos costes medioambientales que ahora mismo resultan inasumibles.
Por tanto, todos los esfuerzos que se realicen para ir resolviendo, o al menos acotando, este asunto son bienvenidos. En particular, si se priorizan, más que el corto plazo, las políticas de largo alcance, para atenuar lo que –insistimos– ya es el problema más preocupante para los españoles, según recogen los barómetros del CIS antes detallados.