Lujo y Funkos

¿Qué es el lujo? Esta pregunta cruza el tiempo desde que una determinada clase social empezó a tener más dinero que el resto y decidió invertirlo en signos de prestigio. Fuesen fastuosas tumbas en el antiguo Egipto, cuadros devotos con el donante pintado en los Países Bajos del siglo XVI, los equipajes de lujo de viajeros del Orient Express del XIX o el nacimiento de las casas de alta costura en Europa en el XX, comprar cosas exclusivas y únicas ha sido el hecho diferencial de esta clase social. Y de los que quieren formar parte de ella, pregúntenle al Gran Gatsby.

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Àlex Garcia

¿Y en el siglo XXI? Pues de momento se ve una transición entre lo que sobrevive y lo que aún no ha nacido. Como fenómenos nuevos: la vulgarización del lujo a manos de nuevos ricos de primera generación, especialmente de países alejados del continente europeo, donde aún perduran los grandes nombres. Desde la crisis del 2008, los clientes del lujo han estrenado pasaportes, y casas de moda sobrias y elegantes llenan ahora sus bolsos y colecciones de ostentosos logotipos y mucho dorado. De la misma forma, los coches de alta gama se han convertido en bibelots exagerados que se acercan extrañamente a los vehículos tuneados del otro extremo de la escala social.

El fenómeno más destacado del siglo es que el lujo se adocena

El fenómeno más destacado del siglo es que el lujo se adocena. Aunque algunas marcas intentan mantener el mito de la pieza única, está claro que las listas de espera son artificiales y destinadas a hacer subir el precio de los bolsos hasta posiciones absurdas. Desde el momento en que no hace falta viajar para comprar en las principales marcas, que tienen tiendas abiertas en casi todas las ciudades mínimamente importantes, es evidente que sus productos ya no se fabrican por centenares, sino por centenares de millar.

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En el fondo, los que invierten en el presunto lujo actual no están tan lejos de los coleccionistas de Funkos, esos muñecos cabezones de plástico simulando personajes reales o de ficción, que se acumulan por centenares en muchas casas, cerrados en su cajita de plástico transparente. Como mínimo no son tan incómodos como el bolso Hermès más deseado, que recuerda extrañamente a los que llevaban las abuelas en los entierros.

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