“¡Todos los taxistas de Lisboa son de Chega!” (Basta, el partido de la extrema derecha portuguesa). Esto me lo comentaba, exagerando un poco seguramente, un amigo que vive en la capital lusa cuando lo visité hace unos meses. De hecho, la plataforma Uber ha transformado esta profesión, que era una manera razonable de ganarse la vida, en una ansiedad permanente. La gente teclea en su móvil y aparecen, en Teslas susurrantes, unos chóferes posmodernos que están liquidando a los viejos conductores. Y, claro, votar a Chega es un modo que muchos taxistas lisboetas tienen de manifestar su cabreo.
Encima de la tradicional geografía de océanos y continentes, ha surgido una nueva cartografía de plataformas que son auténticas placas continentales (Google, Uber, YouTube…), cruzadas por una hidrografía de redes sociales (TikTok, Instagram…), y a todo esto se suman nuevos mares y masas oceánicas de carácter lúdico. Es en ese novedoso atlas que las personas viven, sin dejar de estar en los antiguos mapas. Y algunas de esas realidades liquidan sin piedad viejos modos de vida. No son solo los taxistas; hay regiones enteras que quedan en entredicho, como el Alentejo, que es una parte de nuestro Portugal vaciado, y también ahí se vota mucho a Chega.

De nuevo mi amigo de Lisboa: “Ahora hay una plataforma más barata que Uber. La usé y me apareció un taxista pakistaní que no hablaba nada de portugués y solo sabía usar la primera marcha de la caja de cambios”. Esta es la segunda parte del problema: los que ya han perdido tanto asisten a la llegada de una multitud de inmigrantes que remata su fracaso. Es la puntilla, el golpe de misericordia. Cuando ocurrió el terremoto de Lisboa, en 1755, primero fue el sismo y, después, un tsunami arrollador.
En Occidente, la potencia sísmica de la globalización fue seguida de intensas corrientes migratorias que causan inquietud. La inmigración no es en sí misma un fenómeno negativo, por supuesto, pero el ciudadano la percibe como un alud humano que nadie controla, del mismo modo que el nuevo mundo global surgió galopando descontroladamente.
De hecho, la globalización que se impuso después del naufragio de la Unión Soviética y de la apertura definitiva de China al capital, en los noventa, se realizó pensando únicamente en los más poderosos. Fue el dinero quien la planeó y no hubo ni un solo sindicalista en la sala de máquinas. El resultado fue el aplastamiento de una parte considerable de las clases medias europeas y occidentales. Estas personas, huérfanas recientes del comunismo redentor, un cadáver ya de la historia, descubrieron además que eran hijas bastardas del nuevo sistema.
Muchos jóvenes tienen biografías en forma de callejón sin salida, y entre ellos hay quien vota a Chega
Por supuesto, muchas se adaptaron. Pero los jóvenes actuales, que nacieron dentro de este panorama, saben bien lo difícil que es abrirse camino. Muchos tienen biografías en forma de callejón sin salida y entre ellos hay quien, en Portugal, vota a Chega.
Y ahora viene la parte quizá más triste de esta historia: esta masa de vidas duras, descoyuntadas, que ya no contaba con revolucionarios de izquierda para redimirlas, fue detectada por los radares de los más rancios tradicionalismos nacionalistas. Y aparecieron los nuevos vampiros políticos que se alimentan de la sangre de este rebaño de gente amargada. En Portugal, el vampiro se llama André Ventura y, en la última campaña, tuvo un par de patatuses en directo, lo ingresaron en hospitales y salió con un crucifijo en la mano, tiritas y algodones en las muñecas, para hacer su último mitin. Según él, Dios le estaba diciendo que debía parar. En la velada del día de las elecciones, que brindó a Chega casi el 23% de los votos, un Ventura renacido concluyó su discurso de la siguiente manera: “Yo suelo escuchar los consejos de Dios, pero en este caso no voy a escucharlos y no voy a parar hasta ser primer ministro de Portugal”. Señoras y señores, Moisés se rebela contra Yahvé por amor de su pueblo. De forma que en Portugal contamos con un Lucifer nacionalista. Y es que estos vampiros son, en general, todo un espectáculo.
Y aquí nos encontramos con otro eslabón de esta cadena: esta gente que se ha quedado atrás, estos jóvenes que no cuajan, están en muchos casos mal preparados (a veces, independientemente de los títulos académicos que poseen) y es fácil manipularlos. En Occidente, existe un déficit educativo y cultural que los profesores conocemos bien. Todo un drama resultante, en parte, de los vacíos lúdicos de internet que vacían a su vez a las personas que en ellos se pierden. Por consiguiente, una cosa son los líderes de la extrema derecha, en su inmensa mayoría descarados manipuladores de grupos sociales en crisis, y otra esas personas, que deben merecer nuestro respeto, víctimas de que hayamos avanzado para la globalización e internet sin calibrar las consecuencias y dejándonos conducir ciegamente por la lógica cruel del capital.
En los tiempos en que había izquierda de verdad, esta nos hacía sentir culpables de que existieran campesinos y obreros de película neorrealista italiana, en busca de una bicicleta de esperanza. Ahora hay que ver a estas personas desorientadas como una falta que hemos cometido, aunque la lógica neoliberal nos empuje a considerar que no son responsabilidad nuestra. Pero lo son y mucho. Y como los vampiros no van a resolver sus problemas (véase lo que pasa en Estados Unidos), sino que sencillamente usarán sus votos, es importante que la ciudadanía y los políticos responsables ayuden a esta gente, que está clamando su desesperación votando como vota.