Una familia, aparentemente normal, acaba de descubrir que ha estado quince años codeándose con una persona que tiene alta discapacidad visual. No se habían dado cuenta de que la mujer que trabajaba en su casa, dos mañanas a la semana, no veía tres en un burro. Curiosa expresión equina, por cierto, rodeada de bulos y misterios turbios: basta un vistazo en internet para descubrir que nadie sabe qué burro fue ese, qué le pasaba ni qué tres cosas no visibles llevaría encima, si es que las llevaba. Pero decíamos que esta familia no se había enterado de que su trabajadora se movía a tientas por la casa, en un mundo borroso, difícil de imaginar. La noticia de que ahora vende cupones, en un puesto de la ONCE, ha sido un mazazo.

Hay que decir que la mujer, migrante rumana, en su incansable lucha por ganarse la vida limpiando casas, disimulaba. Con un instinto de supervivencia bestial, se manejaba con fluidez entre cocinas, salones o baños. No se la vio tropezar con ningún mueble, caer por ninguna escalera. La familia, naturalmente en shock, en un esfuerzo por reproducir los hechos, recuerda ahora las montañas de pelusas que crecían en las esquinas, los chorretones del espejo del lavabo que permanecían de una semana a otra, las camisas planchadas arrugadísimas, los cubiertos que aparecían en el cubo de basura, confundidos entre huesos de pollo o pieles de naranja. Y quizás, también, un velo, una suave bizquera, misteriosa, inalcanzable, en los ojos de la alegre trabajadora que acabó siendo su amiga.
No se la vio tropezar con ningún mueble, caer por ninguna escalera
No perdieron el contacto cuando logró encontrar trabajo como fisioterapeuta, su verdadero oficio. Y solo ahora se entiende por qué tuvo que dejar, poco después, la clínica de masajes, indignada, cuando los dueños la pusieron a llevar también el calendario de citas y pagos en el ordenador; esa manía empresarial de ahorrarse trabajadores, empujando al personal más frágil a sumar tareas para las que no está capacitado. A saber lo que vería la pobre mujer en las cuadrículas de esa pantalla, con su ceguera secreta, silenciosa.
“Por fin me concedieron la discapacidad visual y ya llevo tres meses vendiendo cupones”, ha comunicado de pronto por teléfono con naturalidad, alegría y acento rumano. La familia, sumida en el desconcierto, se pregunta, como es lógico, quién es la ciega aquí.