Hay gente que desea se cretamente otro apagón. Uno pequeño pero radical, que no haga daño a nadie, sin víctimas en ascensores ni hospitales o trenes, se dicen entre dientes. Son urbanitas agotadas, que van en autobús respondiendo e-mails de trabajo mientras se tragan un plátano, watsapean con tres amigos y, de repente, sienten un arañazo de nostalgia de apagón. No tardarán en olvidarlo, como todo: el disco duro de su mente, siempre a reventar, se queda sin almacenamiento cada vez más pronto. En unas semanas, no quedarán ni las migas del recuerdo de aquel 28 de abril.

Pero hoy aún es posible evocar la sensación de ligereza de aquellas horas. Esa nada feliz. Porque la gracia no consistió solo en no poder trabajar, sino también en la imposibilidad de hacer planes para rellenar ese tiempo vacío. En la excitante desconexión. Esa cosa náufraga. Ese no enterarse de nada, qué paz, ese misterio, no saber qué está pasando ni a la vuelta de la esquina. No poder ver más allá de tus narices. La nariz de tu pareja, por cierto, ¿siempre fue así? Su cara, qué cosas. ¿Cuánto hace que lleva ese flequillo? Largos minutos mirando la cara de la gente. Las curvas alucinantes de sus orejas. El geranio del balcón. Un yogur.
La desconexión podemos practicarla cuando nos dé la gana, al menos en horario personal
Las personas que desean apagones lo hacen secretamente porque se avergüenzan del asunto. Se debaten consigo mismas en el autobús, intentando ordenar sus turbias ideas. “Desconectado, el cuerpo notó la alegría mamífera de bajar, por fin, de la nube a la tierra”, se dicen. “No somos una grulla que pueda volar alegremente a tres mil metros de altura, durante días, sin tocar el suelo”, piensan, después de buscar en el móvil el ave más voladora y ya de paso responder cinco watsaps y un e-mail y coger hora en el dentista.
En el apagón, el mono que llevamos dentro, simplemente, se alegró de aterrizar. Pobre bestia. Renació un poco. Es normal que ahora nos asalte en el autobús, salvajemente, pidiendo lo suyo. Que se nos tire al cuello. Luchamos con el plátano. Pero nada de esto tiene sentido, porque la desconexión podemos practicarla cuando nos dé la gana, como todo el mundo sabe, al menos en horario personal, que aún existe. Se trataría solo de apagar unos aparatitos con el dedo. El enganche psicotecnológico que lo impide es otro capítulo, que dejamos a los expertos.