Recibí un mensaje hace unos días que reproduzco para dar sentido a lo que seguirá: “Te confieso que no sé si puedo continuar compartiendo la amistad con alguien que no ve lo que está pasando como lo que realmente es: un genocidio”. Refería el WhatsApp de mi amigo a una intervención radiofónica que servidor acababa de hacer expresando mi opinión sobre la guerra que está librando Israel. Desde mi punto de vista estamos ante la respuesta del estado hebreo a una salvaje declaración de guerra previa. Que Israel se ha deslizado por el tobogán de la inhumanidad, igualmente salvaje, que incluye la comisión de crímenes de guerra no es un hecho que pueda rebatirse. Así lo consideran también destacadísimos miembros de la sociedad israelí, incluyendo al ex primer ministro Ehud Olmert. Pero incluso creyendo firmemente lo anterior cabe considerar que un genocidio sea otra cosa. Ese es mi caso y así lo mantengo, a pesar de la anunciada deserción de mi amigo.
El WhatsApp de mi colega añadía unas líneas tan sinceras como lacerantes: “aunque seamos conciudadanos quizás ya no pueda verte como un par, como un igual moral”. ¿En qué momento una relación de amistad debe extinguirse por una diferencia de opinión? Y, sobre todo, ¿dónde está el límite a partir del cual la conversación deja de ser posible? En el ámbito individual la respuesta es relativamente sencilla. Cuando el contacto con alguien resulta dañino para uno mismo no queda otra que suspenderlo, sentir la ruptura y encapsular, si lo hubo, el recuerdo de lo fructífero.
Para generalizarse, la polarización exige que los que piensan diferente dejen de hablarse y escucharse
Pero si dejamos a un lado la anécdota personal para saltar a la conversación colectiva, la cuestión deriva en algo más complejo. Pues es imposible escapar de las opiniones y posicionamientos de los demás. Es más, hacerlo resulta contraproducente. Pues la polarización, la extrema crispación y el guerracivilismo discursivo exigen, como primera condición para generalizarse, que los que piensan diferente dejen de hablarse y escucharse entre ellos. Una vez encerrados en las respectivas cámaras de eco, cada uno con la sola compañía de los que como él discurren, ya no hay nada que decir ni escuchar de los demás.
Cada vez más alejados en nuestros planteamientos, el gasto energético para hallar una intersección de enfoques, o simplemente compartirlos desde la férrea discrepancia, deja de tener sentido. Pasa a ser considerado algo equivalente a echar margaritas a los cerdos. Y los gorrinos, claro está, siempre van a ser esos que no piensan como nosotros. Tan marranos como nosotros lo somos para ellos.

Hace poco participé en Tortosa en un homenaje al que fue director general de la Unesco entre 1987 y 1999, Francisco Mayor Zaragoza, hombre de paz que quiso y supo mantener durante su vida el cordón emocional que le unía a la capital del Baix Ebre. Presidía la sala de la cámara de comercio que acogía el acto una frase sacada de uno de sus últimos escritos: “Mi legado es la palabra, es lo único que os doy. Es lo único que os pido”. Y de la palabra como motor de convivencia, paz y progreso es de lo que estuvimos charlando dos horas.
Nos hicimos memoria de cosas ciertamente básicas. Que no hay que callarse ni renunciar al propio pensamiento. Pero que para expresar una idea uno puede escoger entre palabras hirientes u otras educadas. Y que siempre serán preferibles las segundas, si lo que pretendemos es mejorar las cosas y no emponzoñarlas. Y también que las palabras, las nuestras y las de los demás, no son más que un envase vacío si no encuentran una mínima predisposición a la escucha. Cuestiones que merecen estar presentes ahora que los vocablos no se usan para sanar sino para agredir en medio de una pandemia de sordera selectiva que nos acerca al peor de los abismos. El de negarnos unos a otros la legitimidad de los planteamientos propios para vernos más como enemigos que como iguales que difieren en cuestiones nucleares pero que, a pesar de eso, se deben un mínimo de reconocimiento. Nada de esto responde a cuál es el límite a partir del que deja de ser posible, o incluso conveniente, la conversación. Pero sí señala el riesgo que asumimos cuando esta pasa a ser inexistente. Y el primer paso para que eso suceda siempre es taparse los oídos a las razones de los demás. A más sordera, más griterío. Un bucle de bulla y alboroto.