Rara vez se tiene la oportunidad –y menos aún la tentación– de dar gracias a un político. Pero, como el tiempo se escurre entre los dedos y la costumbre del cinismo no debería volverse ley natural, aprovecho esta ocasión para hacerlo. El Ayuntamiento de Barcelona se ha puesto manos a la obra para acabar con los pisos turísticos. No es una revolución, aunque, en estos tiempos, que un cargo público haga algo para intentar mejorar la vida de la gente merece mención, aplauso y hasta un brindis con vermut.
Es reconfortante que, por una vez, nuestros munícipes no se refugien en nebulosas posmodernas, beaterías ideológicas o flatulencias retóricas y se atrevan a intervenir en una catástrofe que, pese a todo, no debería ser inevitable. Bastaría con que las administraciones no se abandonaran al laissez-faire más perezoso –ese que ni Adam Smith hubiera suscrito– y les diera por pensar. Aunque solo fuera en días alternos.
Habrá quien vea en esta regulación un atentado contra la libertad individual, una mutilación de la sagrada autonomía de la voluntad. Los mismos, curiosamente, que se apresuran a suplicar de hinojos la intervención del Estado cuando una opa husmea en su banco de cabecera o cuando cae la cotización de sus acciones. Serán liberales, sí, pero no tanto al estilo de Locke como al del general Espartero con ínfulas de Zumalacárregui.
Los pisos turísticos no son el único problema que está volviendo Barcelona imposible para sus habitantes, es cierto. Pero es uno de los más visibles, invasivos y simbólicos. Encararlo no es una solución total, pero suena a buen comienzo. Porque lo que representan (una plaga que exige afrontarla a cuchillo y sin misericordia) va mucho más allá de una cama alquilada por noches: es el síntoma más estridente de una ciudad que ha dejado de respetar a sus habitantes. Especialmente a los jóvenes, exiliados urbanos de sus propios barrios.
Un piso turístico en un edificio residencial dinamita la vida personal y la comunitaria
Los barceloneses, a la manera de los venecianos invisibles o los parisinos hastiados, hemos aprendido a evitar la Rambla, a esquivar la Boqueria y a no acercarnos a la Pedrera hasta que los últimos carteristas se han retirado para un merecido descanso. Nos resignamos a que las tiendas del barrio se transformen en templos del brunch con aguacate y caffè macchiato indistinguibles de los de Singapur o Málaga. A que el acceso a una vivienda sea más difícil que encontrar una canción de Eurovisión con talento. Pero que el turismo llegue a la puerta de casa, al descansillo, al ascensor donde uno aún quiere oír el “bon dia” del vecino… pasa de castaño oscuro.
Nos guste o no, en vacaciones todos somos turistas. Incluso quienes nos aferramos a la vana ilusión de ser “viajeros”. Pero el turismo, como recuerda el sociólogo Rodolphe Christin, no es una forma de viaje, sino su parodia. Una industria tóxica que desgarra territorios y convierte el mundo en una cadena de no lugares diseñados para la selfie. Un turismo sin alma que da empleos precarios, deja beneficios concentrados y empobrece la vida en común.
Como explica Miquel Puig, casi toda la creación neta de empleo del sector turístico la ocupan hoy inmigrantes. No por virtud integradora, sino por precariedad estructural. Si ese es el gran argumento a favor, no estamos ante un mero negocio del entretenimiento, sino ante una forma institucionalizada de desigualdad y rapiña diseñada para consolidar desigualdades, no para resolverlas. Y lo peor llega cuando ese turismo se cuela en las casas. Porque un piso turístico en un edificio residencial no es un negocio inofensivo. Es una bomba de ruido, horarios y desarraigo que dinamita la vida personal y comunitaria. No se pueden criar niños, ni cuidar ancianos ni teletrabajar con rotaciones de fiesteros arrastrando maletas a cualquier hora. No se puede vivir si tu casa ya no es tu hogar, sino el plató del entretenimiento ajeno.
La única solución sería que dejáramos de practicar ese turismo en masa, triste, adictivo y vacuo. Pero mientras no llegue esa iluminación colectiva –y no parece que vaya a hacerlo pronto– al menos pongamos un límite: todos al hotel, sin seguir expulsando a los vecinos a la periferia ni rompiendo el contrato más básico. El de vivir con dignidad. Así que sí: gracias, alcalde. Por recordar que las ciudades no son una “experiencia” recreativa para las vacaciones, ni un lugar donde vivir sea un lujo, y descansar, un acto de resistencia.
