Vi Parenostre una de estas tardes de mayo pasadas por agua en las que la sala de cine y los espectadores parecíamos del mismo gris azulado de las paredes, como si la lluvia que repicaba en la calle se hubiera filtrado por el tejado y nos hubiera teñido. Éramos cuatro irreductibles desperdigados por la platea, lo que daba a la escena un toque lúgubre adicional, pero la escasez de público no se debía al tiempo. Blancanieves y la última ración de tiros de Jason Statham funcionaban razonablemente bien, como todos esos productos fallidos de los últimos tiempos, deprimentes en su mediocridad.
Pero lo cierto es que la película sobre el escándalo de Jordi Pujol y su familia –el tipo de episodio capaz de entristecer y decepcionar tanto a partidarios como a detractores del expresident y uno de los momentos más sombríos de la reciente historia de Catalunya– resonaba en el vacío, como esas proyecciones en bucle que pasan en los museos mientras los visitantes deambulan indiferentes. El efecto era extraño. Sobre todo para los que hemos vivido en un país y una época donde la barrera de protección entre la política y la biografía de Pujol llegó a volverse casi imperceptible.

Sin embargo, se trata de una buena película que se sumerge, con solemne equilibrio, en las claves de aquellos días de julio del 2014, cuando Pujol desveló, forzado por la presión policial (capitaneada por inefables mentecatos) y mediática, la existencia de un patrimonio oculto en el extranjero y experimentó, tal vez por primera vez en su vida, las punzadas frías del deshonor y la vergüenza. Manuel Huerga acierta en la síntesis de esos sucesos, así como en el tono frío y descarnado que imprime a la crónica de la destrucción del que fue el icono incontestable de un sector mayoritario del nacionalismo catalán.
La apuesta era arriesgada y Huerga podría haberla ganado. Su mayor mérito fue el de renunciar a enterrar a cualquier actor tras kilos de maquillaje confiando en el talento de un inmenso Josep Maria Pou, que, conservando su prestancia física y apoyándose en gestos y miradas, consigue una identificación con Pujol que trasciende el parecido externo para llegar a reflejar mejor los rasgos de su constitución moral.
El talento de Josep M. Pou consigue una identificación con Pujol que trasciende el parecido externo
Así se logra que en Pou veamos reflejado (no imitado) a Pujol sin que los tics del personaje (un inagotable almacén de reservas del que tirar en caso de apuro) distraiga y trivialice las dimensiones de su caída. Es algo parecido a lo que hizo Oliver Stone en Nixon (1995), negándose a disfrazar a Anthony Hopkins –un actor de la categoría de Pou y tan shakespeariano como él– y fiando todo el impacto a su intensidad dramática.
También el guion de Toni Soler, un buen analista histórico (es director de la revista histórica El Món d’Ahir) y un hombre que suele proyectar un afilado sarcasmo a su obra y sus intervenciones públicas, funciona con eficacia a través de Pou y otros actores especialmente contenidos, evitando al máximo los guiños autoparódicos y el esperpento. Aunque no han faltado quienes descalifican la película precisamente por ese guion de Soler, como si su condición de conspicuo procesista le impidiera acercarse a Pujol sin incurrir en la manipulación de los hechos o la hagiografía, o como si esa misma condición asegurara la indulgencia en el retrato del Parenostre.
Pero a la película, aun promoviendo a través de los flashbacks una visión del Pujol idealista y desinteresado de los primeros tiempos, no le falla el pulso al enfrentarse a sus concesiones y miserias y proponer una versión de la verdad del escándalo Pujol, sea cual acabe siendo la siempre sobrevalorada “verdad oficial”. A fin de cuentas, si teníamos que creer las mentiras de periodistas, policías y políticos, ¿por qué no íbamos a creer la versión de Huerga?
No sé si Huerga y Soler sentían compasión por Pujol, o si preferían que fuera el espectador quien valorara su conducta y la de su familia antes de hacerlo ellos, pero no cabe duda de que la película traza el retrato de un hombre al que ambos se sienten muy próximos. Tal vez por eso su acercamiento sea con frecuencia cáustico y desolador. Y tal vez no acabe de funcionar porque muchos aún creen que ciertas cosas es mejor dejarlas en el pasado, que no hay que meter el dedo en todas las llagas y que, a poco que pueda evitarse, no conviene manosear demasiado la legitimidad de los símbolos.