“De verdad que tú, tan catalán, acabas de pedir un iced matcha? ¡Ya solo falta que el próximo día que venga a Barcelona me cites a tomar un brunch!”, me soltó hace unos días un amigo milanés mientras desayunábamos en una cafetería de mala muerte –eso sí, de toda la vida– en el Eixample. “No deberías confrontar patriotismo y espíritu cosmopolita; respeto a la tradición y predisposición a los cambios en las costumbres”, repliqué. Aunque los dioses me condenaran a no salir nunca más de mi habitación, mi mundo siempre será el mundo y mi jardín un lugar más propicio a lo raro y exótico que a lo común.
Les confieso que tomé mi primer iced matcha latte hace tan solo unos meses, en un Starbucks del distrito financiero de Riad, más por formar parte del grupo que por necesidad de saciar apetito o curiosidad algunos. Aunque por lo general soy un hombre de rutinas –llevo medio siglo desayunando bikini y zumo de naranja–, desde mi viaje arábico no he dejado de tomar infusiones de este té verde tan poliédrico. Contribuye a ello que Madrid, Barcelona y el país entero asisten a una verdadera apertura masiva de locales especializados, que además lo sirven en todos los formatos imaginables: en forma de bebida, helado, cookies o pastel; con leche de vaca, avena o incluso de coco. Solo, con hielo o con chocolate. Ante tal desembarco de sabores, ¿quién se resiste a tomarlo?

En defensa propia, quiero resaltar las bondades nutritivas del matcha, pero todavía más su justificación estética y ética.
Como saben, el té matcha u oro verde es una bebida popular japonesa –en su día importada de China–, famosa en todo el mundo por sus beneficios para la salud: estimula la mente, relaja el cuerpo, fortalece el sistema inmunitario y, según cuentan, incluso previene la caries. A diferencia del café, no altera el ritmo cardiaco, no sube la presión arterial ni provoca acidez. Vamos, que, junto con la pólvora y la habilidad para copiar, es una de las grandes contribuciones chinas al mundo.
Siempre será más útil formar parte de una sociedad abierta a las novedades que anquilosada
También hay razones estéticas –no solo de postureo– que me han llevado al matcha. Tomarse un iced matcha a las ocho de la mañana, en el Bonsai de la calle Casanova, justo cuando empiezan a rugir las persianas del mercado del Ninot y pasan los taxis de amarillo y negro –todavía sin turistas– es extravagante pero genuino, cool y universal pero muy característico. Además, si lo piensan detenidamente, quizás no exista tanta diferencia entre el cortado apresurado de antaño y el matcha de hoy. Como mucho, su formato healthy y take away, que ha sustituido la compañía del viejo solitario tomándose un carajillo por la renovada indiferencia del joven desarraigado y abstraído con su iPhone, sus cascos y su vaso de cartón. Tan diferentes en sus formas como parecidos en su soledad, que es la de siempre.
Al final, a mi gusto por esas hojas verdes molidas sumen también las razones políticas, pues creo que siempre será más útil formar parte de una sociedad abierta a las novedades que anquilosada; tan capaz o más de exaltarse con lo nuevo que de preservar lo viejo. Y de sentirlo como propio. Así lo hicimos con los tomates, el café o los canelones, ¿no? Y con los restaurantes chinos, japoneses, peruanos, mexicanos, indios…, verdaderos museos embajadores de sus respectivas tradiciones culinarias allí donde arraigan.
Teniendo en cuenta que casi el 25% de la población residente en Barcelona es de origen extranjero, y que anualmente visitan la ciudad unos 15 millones de turistas, supongo que mejor hacer de la necesidad virtud y saber adaptarnos a los nuevos hábitos de la globalización que liarnos a palos con la diversidad. ¿Condición? Que sean auténticos, honestos y capaces de integrarse en la tradición que les acoge.
Pienso en mi próximo matcha, que me tomaré en el Ikenocha de la calle París, y siento unas ganas irrefrenables de viajar a Japón. Pero de repente recuerdo que no puedo, porque nuestras autoridades han decidido que, antes que el vuelo desde Barcelona, hay que potenciar el Madrid-Tokio de Iberia. No pasa nada. Yo seguiré sintiéndome igual de catalán, español y cosmopolita. Eso sí, mientras espero el vuelo directo, me iré a tomar unos sonsos y un arrocito a la Barceloneta. Porque, cuando me siento discriminado, me cabreo y no practico lo que predico.