Final de curso

Final de curso
Profesor de Economía del Iese

Es este un final de curso raro: nos vamos de vacaciones y lo dejamos todo por hacer. Pese a las promesas, las guerras no terminan; en el comercio mundial reina el desconcierto; en España, el curso político termina con un suspenso, en la acepción más literal del término. ¡Qué más da! Nada de lo que ocurra depende de nosotros: nos parece entrever un futuro inquietante sobre el que no tenemos control. Nos sentimos abandonados por políticos que, entretenidos en sus cosas, parecen ignorar las carencias de nuestra vida cotidiana a las que habían prometido poner remedio.

En Europa, la desazón es el caldo del que se nutren los populismos, que se recrean en problemas que siempre son culpa del otro para ofrecer falsas soluciones: proponen la recuperación de una soberanía que enemista a unos países con otros cuando lo que pedimos es concordia y promueven el enfrentamiento cuando lo que necesitamos es unidad. Uno se pregunta cómo es posible que una ideología tan llena de contradicciones siga ganando adeptos cada vez que se celebran unas elecciones. Quizá sea porque los problemas a los que aluden –o al menos algunos de ellos– son reales y persistentes.

Para avistar osos es necesario ir con un guía

  

Ronstik / Getty Images/iStockphoto

Por su parte, la UE no cesa de llamar a la unidad. Pero esas llamadas caen en el vacío, porque falta el hilo conductor que nos oriente, el propósito común que dé sentido a esa unidad y cree instituciones que la fomenten. No, ese hilo conductor no puede ser la búsqueda de la llamada “competitividad”, al menos por dos razones: porque los países no compiten entre sí como las empresas, como ya escribía –¡en 1994!– Paul Krugman, que calificaba de “peligrosa obsesión” la búsqueda de la competitividad. Y porque, incluso en el ámbito de la empresa, la competencia no es el mejor camino para lograr la unidad: nos enseñaron de niños que los piratas cooperan en la búsqueda del tesoro, pero cuando el cofre está a la vista se matan entre sí.

¿Será la productividad el problema? Eso depende: si creemos que, cuando una cosa es buena, más es mejor (el llamado principio del cerdo), siempre tendremos un problema de productividad, porque siempre querremos más.

Contra la soledad del individuo, recuperémonos como personas que nos necesitamos unas a otras

Pero ese no puede ser hoy el principal problema de los europeos. La medida del éxito no puede seguir siendo el crecimiento del producto interior bruto. El modelo seguido durante más de cuatro décadas prometía que la creciente prosperidad alcanzaría a todos por igual, el famoso goteo. No ha sido así: asistimos a una concentración creciente de poder económico y de riqueza en pocas manos, a expensas del resto. Desafiando la ley de la gravedad, el goteo ha sido hacia arriba.

Entre nosotros, el problema no debe ser hoy la desigualdad, sino la creciente desigualdad. La concentración de poder y riqueza tiene consecuencias sobre la sociedad: la brecha entre ricos y pobres se amplía, y se va vaciando la clase media, que desde la Revolución Francesa fue el estamento central en la sociedad de nuestros países. No es que el ático, visto desde la planta baja, esté cada vez más lejos, sino que el ascensor está en trance de desaparecer. Y, como telón de fondo, eso que llamamos nuestro declive demográfico, que responde a algo muy profundo que no sabemos abordar de frente, pero que se resume en un síntoma: dicen que en la España de hoy hay más mascotas que niños.

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Salir de ese callejón sin salida hacia una prosperidad compartida y recuperar la felicidad que está fuera del alcance del mercado llevará tiempo y esfuerzo. Quizá menos en Europa que en EE.UU., pero eso queda para otro día. Deberíamos someternos a una rehabilitación colectiva contra muchas adicciones. El causante de varias de ellas es esa criatura que en realidad no existe, pero­ a la que rendimos culto: el individuo, que recompensa a sus fieles con el castigo de la soledad. Recuperarnos como personas, que necesitamos de los demás como los demás necesitan de nosotros, es un requisito previo a la solución de los grandes problemas.

Esa sí es tarea de todos. Aprovechemos las vacaciones, esa gran conquista europea, para estar acompañados, y ayudar a los que vemos que están solos, que son muchos. No hace falta gran cosa: a veces bastan un saludo, una mirada. No los escatimemos. Ya verán como a la vuelta las cosas tienen mejor aspecto: como dice la experiencia más inmediata, a la noche sigue el día. Buen verano.

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