España plural

La semana pasada su majestad el Rey presidió los premios Princesa de Girona, en el Liceu de Barcelona. De nuevo, como ya es habitual en sus visitas a Catalunya, en su intervención Felipe VI utilizó indistintamente el catalán y el castellano. También lo hizo la princesa Leonor. El acto respiró bilingüismo, feminismo, multiculturalismo, confianza en los jóvenes, pero también elogios al genio de los catalanes –en especial al de Eduardo Mendoza– y, cómo no, patriotismo consti­tucional.

En este contexto, resulta especialmente paradójica la dificultad que sienten algunos sectores de la derecha –y del PSOE– a la hora de asumir el relato de una España plural, que vive su diversidad como valor y no como problema. Recuérdese que, tan solo unos días antes, Isabel Díaz Ayuso había calificado de “sentencia de muerte para España” el acuerdo alcanzado entre el Gobierno y la Generalitat sobre una financiación singular para Catalunya. En la misma dirección, la presidenta madrileña mostró su oposición frontal al uso del catalán y otras lenguas cooficiales en instituciones del Estado e incluso en foros autonómicos, tildando de “cateto no defender la lengua de Cervantes”.

Miles de personas acuden a la manifestación convocada este sábado por un centenar de organizaciones de la sociedad civil contra la amnistía; bajo el lema

 

Emilia Gutiérrez / Archivo

Les pasa con lo catalán, pero también con el feminismo, con los inmigrantes o, peor todavía, con sus hijos ya nacidos entre nosotros, a los que se empeñan en señalar como pseudociudadanos. Visto que es tan fácil exigir que se “respeten nuestras costumbres, nuestras libertades, nuestra historia, nuestros símbolos nacionales” como imposible acordar en qué consisten, me propongo incorporar algunos argumentos de tipo práctico, por si contribuyen a evitar que, de nuevo, seguros de nuestras razones, los españoles acabemos perdiendo la razón.

De entrada, la geografía. Como nos recuerda infatigable en este diario Enric Juliana, y como acaba de describir el profesor Eduardo Manzano Moreno en su libro España diversa, España es un territorio singular muy extenso: un país de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con una orografía compleja y unas regiones no siempre bien comunicadas, en el que podríamos encajar juntos buena parte de Alemania, los Países Bajos, casi la mitad de Francia, el norte de Italia, así como toda Suiza, Bélgica, Chequia y Luxemburgo. Y es que a menudo olvidamos que Barcelona está más lejos de A Coruña que París de Berlín; que en tren Londres y París están más cerca que Madrid y Barcelona. Además, como es sabido, sobre esta realidad física y humana al menos tres invasiones, la romana, la visigoda y la árabe, han hecho de la Península un verdadero mosaico cultural y lingüístico. Así las cosas, ¿es factible aspirar a la uniformidad?

Si la diversidad hispánica ha sobrevivido siempre a sus ilusos enterradores, ¿por qué habría de marchitarse?

La historia. ¿Qué hacer con ella? ¿Acudimos al oráculo para justificar enfrentamientos o en busca de paz y progreso? Baltasar Gracián, en el reinado de los Austrias, recordó que “en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir”.

No es necesario ponerse eruditos para acreditar que nunca en la historia de España se ha hablado un solo idioma, ni se ha compartido la misma fe, ni las mismas costumbres. ¿Lo vamos a procurar ahora? ¿Cómo? ¿Expulsando al diferente, como con la expulsión de los judíos, en 1492, o con la de los moriscos, en 1609? ¿Aplicando el terror de la Inquisición a los sospechosos de herejía, contra los homosexuales, contra las mujeres con criterio, contra los discapacitados? En nuestro intento, ¿recorreremos a las armas, como Felipe V contra los desleales? Además, si Fernando VI, Carlos III o incluso los dictadores contemporáneos fracasaron en su proyecto unificador, ¿qué le hace pensar a Díaz Ayuso o a Vox, que en esta ocasión sus propósitos acabarán bien? Si la diversidad hispánica ha sobrevivido siempre a sus ilusos enterradores, ¿por qué ahora habría de marchitarse?

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Bartolomé de las Casas o Torquemada; Sefarad, Al Ándalus, una nación de naciones o el Valle de los Caídos. De nuevo, la buena o la mala tradición, de Carles Cardó. La España (y la Catalunya) plural, que progresa, desnuda, en topless o en burkini, o la tierra del odio, bárbara y rufián, que tuitea inquina y polarización, que regresa a sus fantasmas y errores fratricidas.

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