Hace poco conocí a una médica residente de geriatría de un hospital de Barcelona. Me interesaba por una paciente muy mayor que había ingresado de urgencias por una descompensación cardiaca. Le agradecí y reconocí su accesibilidad personal y la atención y el interés que estaba mostrando sobre aquella paciente. Y, como habíamos establecido una relación muy empática, no me privé de preguntarle como médico sénior: “¿Te gusta ser médica?” Se le abrieron los ojos y me respondió, sin dudar: “Y tanto, la mejor profesión del mundo. Mi madre es médica de familia y, tanto ella como mi padre –profesor de ciencias en un instituto– me inculcaron la pasión por el conocimiento y por el bienestar de las personas. Desde muy niña ya quería serlo, poder curar o ayudar a los enfermos y sus familias... ¿Sabe, doctor Padrós? Antes de entrar en la facultad y durante los estudios yo había acompañado muchas veces a mi madre a hacer visitas, incluso fuera de su horario los fines de semana. El pueblo donde vivimos es grande, pero tiene eso. Y siempre me decía que, aunque la compensaba en muchos aspectos, el ejercicio de la profesión exigía sacrificios personales y vocación, que si era capaz ayudar a un enfermo en el sufrimiento y en la soledad, podría ser una buena médica. Quiero ser como ella. Hice el examen MIR porque era la manera de poder ser una médica competente. Y escogí esta especialidad porque me permitía atender a los pacientes más frágiles. Y aunque el sueldo es regularcillo, estoy muy contenta porque aquí tenemos un buen equipo, aprendo mucho y hacemos muy buen trabajo. Y también me queda un poco de tiempo para mí”.
Embelesado por aquel entusiasmo vocacional, rememoré el porque yo me hice médico, fue como una renovación personal hipocrática. Y no pude evitar contrastar aquella conversación con las entrevistas que a menudo hacen los medios de comunicación a graduados brillantes en las que solo se enfatiza la vertiente académica y un discurso autorreferencial. Condiciones que no aseguran llegar a ser un buen profesional si no se cuenta con otras aptitudes como la empatía y la vocación de servicio y compromiso. Al contrario, la conversación con la médica me reconfortó y me dio esperanza. Recuerdo bien su frase final: “No me he preparado para un examen, sino para poder ser una buena médico de personas”. Eso necesitan y reclaman los pacientes.