Una miga se mueve por el mantel rojo. La hemos descubierto avanzando sigilosa. Es del bizcocho de chocolate que masticamos con este calor delirante. Hay que fijarse mucho para ver la hormiga diminuta que la transporta. La miga es más grande que ella, asombra que la sujete con esa boquita. Ahora atraviesa la hoja de citación médica de mi tío que está sobre la mesa. Cruza el CIP, número a número, antes de regresar al desierto rojo del mantel. Quizás se dirija hacia una pata de la mesa para llegar al suelo. Antes deberá franquear un libro de Leila Guerriero que aguarda a un palmo de distancia (un kilómetro a escala hormiga, quizás). Sin entender de hormigas, esa miga negra parece demasiado grande para semejante travesía.

Paro el brazo de mi tío antes de que le estampe un servilletazo. No, tío, un poco ya la conocemos, déjala seguir, digo. Aunque temo que descubra el hormiguero y acabe haciendo una masacre: mi tío es de la generación del insecticida a espuertas. El libro de Guerriero se titula Teoría de la gravedad y la hormiga lo cruza con la miga entre dientes, incansable. No sabemos nada. Comemos bizcocho sin quitarle ojo, pensando en su boquita. Sin soltar la inmensa miga, acomete un descenso escalofriante por la pata de la mesa, desafiando las leyes de la gravedad. Pero el mantel no llega al suelo y la bichita se encuentra con un precipicio.
Sin soltar la inmensa miga, acomete un descenso escalofriante por la pata de la mesa
Como debatiéndose consigo misma, avanza y retrocede, con un temple admirable. Que se coma la maldita miga, susurra mi tío. Sé egoísta, le dice. Pero la hormiga está obcecada. En esas, acerco el borde del mantel a la pata y, entonces, ella, en una chispa de entendimiento mutuo que no olvidaré, aprovecha el puente de tela, alcanza la madera y, por fin, el suelo.
Nos desconcierta verla soltar ahora la miga sobre el parquet. Deambular alrededor, como si hubiera perdido la cabeza (después leeremos que está dejando rastros de feromonas, pidiendo refuerzos). De pronto, una comitiva de unas siete hormiguitas aparece como de la nada. Con una coordinación y una ligereza pasmosas, cargan la miga hasta introducirla en una rendija del zócalo, que sin duda conduce al hormiguero donde mi tío ya no será capaz de ejecutar una masacre.