Agosto va siguiendo su camino, cansino y perezoso (feixuc i mandrós, como decían desde el Camp). Siempre ha sido un mes diferente, no solo para los que lo disfrutan de vacaciones, sino también para aquellos que, y disculpen que me pase a la siempre peligrosa primera persona, nos toca trabajarlo. Y más aún en este mundo nuestro de la información diaria.
Aquellos que lo trabajamos, decía, siempre lo hemos visto como un mes ambivalente. Por una parte, visto el vacío habitual de las redacciones, sabes que costará de pasar. Que lo lógico es que caiga la tensión informativa y que tengas que romperte más la cabeza para encontrar noticias, si las encuentras, aunque la contrapartida es que quizá el trabajo sea más sosegado.

Imagen de la mezquita de Córdoba, después del incendio que se declaró el viernes
Ahora bien, pensar en estos términos, en términos de supuesto apagón informativo, es muy peligroso. Todos lo recordamos. Eso de que es un mes en que “nunca pasa nada”... ¡pues qué queréis que os diga! Fue en agosto cuando se lanzaron dos bombas nucleares, cuando Martin Luther King pronunció su célebre I have en dream o cuando el Katrina arrasó Nueva Orleans, por ejemplo. Más recientemente, tragedias como el accidente de un avión de la compañía Spanair en Madrid en el 2009 o los atentados de 2017 en Barcelona y Cambrils supusieron todo un descalabro, también informativamente hablando. Y el mismo episodio protagonizado por Carles Puigdemont ahora hace un año nos recuerda que nunca hay que bajar la guardia.
Es el tópico de que la actualidad no se detiene y es bien cierto. No solo se vive de las olas de calor, los desgraciados incendios forestales, los sucesos recurrentes y las pretemporadas futbolísticas. Ahora bien, no nos engañemos: los parlamentos cierran —menos si reabren para permitir recoger cuatro declaraciones—, la mayoría de instituciones dejan de convocar a los periodistas para explicarles novedades y muchos compatriotas optan por aquello de la dieta informativa con, me da la impresión, escasos resultados. Cierto que ya no es como antes, cuando Barcelona parecía un desierto —TV3 difundía hace pocos días unas imágenes de los años 80 que parecían pandémicas—, pero agosto sigue marcando las diferencias.
Los medios cumplimos el pacto no escrito de aligerar el tono; en X, debates como los de la mezquita de Córdoba demuestran que la guerra cultural no hace vacaciones
Como el ambiente es este, existe un pacto no escrito entre medios y ciudadanos de tregua vacacional. De aligerar el tono. Sí, es la época de aquella expresión tan terrible de las noticias “fresquitas”. Obviamente, si se tienen que explicar los hechos más graves, se explican, y las agendas de cada uno se mantienen en pie, pero una pizca de calma y tranquilidad siempre es sana, y la convención estaba marcada en el calendario en este mes. A pesar de eso, alguna cosa ha cambiado y, de nuevo, tienen la culpa las redes sociales. Será la percepción equivocada de un servidor, pero en el mundo digital, como en el campesinado —que me perdonen—, no se descansa nunca. Ni treguas ni historias. La guerra cultural se libra cada día, de cada mes, de cada año, hasta que solo quede un vencedor.
Aquí se deben unir varias cosas. Ser influencer es más precario de lo que pensamos. Se debe cobrar a tanto la pieza y, en consecuencia, el motivo por los que muchos siguen difundiendo proclamas, consignas y mentiras, se mantiene tanto en el verano como en el invierno. Y después está la mayoría de los mortales, que no cobran por tuitear, pero que sí que han caído en la adicción del clic y no quieren dejar pasar la oportunidad de poder seguir diciendo su opinión, aunque sea pasando el rato en la playa mientras los niños se remojan. Y la desconexión, al carajo.
Y así es como, y aquí es donde quiero llegar, los debates siguen siendo espinosos y virulentos estos días. Acercarse a X pone más de mala leche que nunca, ahora que el calor está bien vivo y en agosto, como decía más arriba, cuesta de pasar. No hay tregua. Jumilla y las bondades o maldades del Islam copan una conversación viciada y perniciosa. El diálogo infecto iguala los que defienden los derechos fundamentales con la internacional del odio, pone al mismo nivel los que defienden la convivencia y recuerdan las raíces diversas de la península con los que quieren quemarlo todo, porque ser mala gente ahora cotiza y es divertido, y a río revuelto... que estamos cambiando el mundo woke para llevarlo hacia un agujero negro sin fondo.
Y todo se agrava cuando se declara, el pasado viernes, un incendio en la mezquita de Córdoba, edificio patrimonio de la humanidad, recordémoslo. Cuentas surgidas de las catacumbas ultras exigían sin pudor que se lo llame catedral, que es lo que realmente es, ignorando así la historia, la singularidad propia del monumento y la costumbre popular. En cambio, otros igual de iletrados, se alegraban precisamente porque lo que quemaba era un templo musulmán. En el otro bando, algún insensato se reía de lo contrario, del hecho de que ardiera una iglesia. “España es un manicomio al aire libre”, aseguraba un usuario. Esforzados juiciosos intentaban contrarrestarlo con obviedades que no hace tantos años no se explicaban, porque no hacía falta. Y así es como el debate público se va volviendo cada vez más absurdo y ni siquiera el pesado agosto, feixuc i mandrós, nos sirve de bálsamo.