Verso a verso…

Hace ya algún tiempo di una charla lejos de Barcelona. Mientras esperaba en el hotel, puse la televisión y, entre un par de películas del Oeste de la serie B y la sesión del Congreso, cometí el error de optar por esta última, rompiendo así mi costumbre de no frecuentar tan penoso espectáculo. Nunca lo hubiese hecho, porque aquel día sus señorías se superaron a sí mismas, en especial un voluntarioso diputado de a pie que marcaba los tiempos antes de entrar a matar, para soltar luego un estoconazo de mala factura. La política de bloques se manifestó en todo su esplendor. ¡Y qué bloques! No de mármol ni granito, sino de cemento armado con aluminosis. Me impactó.

Congreso de los Diputados Jose Luis Abalos Miriam Nogueras final del Pleno Borja Semper

 

Dani Duch

Tanto que, al día siguiente, volví a un libro al que recurro a veces: El tema de España en la poesía española contemporánea , una antología con selección y prólogo de José Luis Cano, editado por Revista de Occidente en 1964.

España es un buen país, mucho mejor de lo que parece, con un problema de gobernanza grave

¿Por qué acudo a este libro con frecuencia? Porque me consuela al constatar que, pese a las visiones tan tremendas que muchos egregios poetas españoles nos han dejado de España, esta subsiste, siglo tras siglo, como nación articulada jurídicamente en forma de Estado. Y ahí encuentro una de las razones por las que sigo sosteniendo que España es una nación con una mala salud de hierro. Es más, sigo pensando que España es un buen país, mucho mejor de lo que parece, si bien –como se dice ahora– con un problema de gobernanza grave.

Ortega ya dejó dicho que había un déficit de minorías rectoras. Y ahí encuentro apoyo para sostener que, a la pregunta de tantos historiadores acerca de si lo que falla en España es la nación o el Estado, la respuesta ha de ser, a mi juicio, muy clara: la nación es fuerte y el Estado es débil. Siempre lo fue. Lo demuestran las dos dictaduras del siglo XX, que no son prueba de fortaleza del Estado, sino de su debilidad, ya que precisó la ortopedia del ejército para subsistir.

La cosa viene de lejos, como cuenta Cano en su prólogo. Fray Luis de León, en la plenitud del Imperio, vaticinaba que “por el suelo caída, / España en breve tiempo es destruida”. Años después, Quevedo ofreció, en famoso soneto, una imagen dolorida de la decadencia española: “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, /de la carrera de la edad cansados, / por quien caduca ya su valentía”. En el siglo XVIII, Meléndez Valdés se desesperaba: “¿Será, ay, que llegue el postrimero día / a la infeliz España?”. Pero esto no es nada comparado con lo que decía Jovellanos: “Reyno infeliz, país desventurado, / horrible muladar, rincón del mundo. / Caos de lobreguez, seno profundo, / entre tinieblas siempre sepultado. / Áspero, rudo clima, temple airado, / infiel, bárbaro trato, / sitio inmundo”.

Para Unamuno, España es la “de la siesta de modorra, / del ‘no importa’, de la zambra, / del olé, el ¡viva la Virgen!, / del mañana y de la nada”; y añadía: “Cementerio de vivientes, cárcel de sueltos, España (…) convento-cuartel que incuba / la hiel recocida y gualda”. Y, para cerrar, unos versos de Antonio Machado: “Esa España inferior que ora y bosteza, / vieja y tahúr, zaragatera y triste; / esa España inferior que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza”; “un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín”.

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Estos versos superan infinitamente en dureza, rigor e inteligencia a los desatinos soeces y estultos que se vomitan, día tras día, en el Congreso. Pero lo que más les distingue es que aquellos fueron escritos a impulsos de un sentimiento hoy en desuso y cuya sola mención provoca escándalo: el amor a la patria o, si se quiere, el patriotismo, entendido este como aquella disposición del ánimo que antepone el interés general a los particulares. Por eso concluyo que, si España ha subsistido pese a las críticas justas y dolientes de muchos de sus mejores hijos, sobrevivirá a la obscena y desvergonzada apoteosis de intereses personales, parasitarios y de taifas cutres, que hoy son hegemónicos en nuestra política, a la vez que constituyen una expresión insuperable de “mediopelismo hispano”.

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