Las vecinas de abajo se dan consejos para regar las plantas. Alguien barre otra terraza en la que un padre juega a Uno con su hija pequeña, que tararea una canción de Rosalía. Desde otro apartamento, se oye el tintineo al poner la mesa del desayuno. Huele a café. En el muelle, unos niños celebran haber cazado un cranc pelut con el salabre. Sale la lancha de los submarinistas enfundados en neopreno.
Son las nueve de la mañana y estamos a treinta grados. Por lo visto es el agosto más caluroso desde el 2003, oigo en la terraza de al lado. En el 2003 viajé a Praga creyendo que escaparía de la canícula, pero no. Entonces los vecinos comentaban la prensa mientras pasaban las páginas del periódico, ahora saltan de tema según los titulares que ven en las redes a través del móvil; en muchos aparece la palabra récord .

Hablan de los incendios con esa lejanía emocional que causa la distancia física. Cuando se quemaron las montañas aquí, mirábamos el humo con el corazón en un puño y cómo los hidroaviones rozaban el mar. Nos sentíamos impotentes, tristes, angustiados, cabreados. Despotricábamos contra los gobiernos que gastan más en apagar fuegos que en evitar que se produzcan (también en un sentido figurado). Prevenirlos cuesta menos, evita desgracias, genera empleo. Cuanto más despoblado está un lugar, mayor es la desafección y más abandonados se quedan los pocos que resisten allí. Pero ni siquiera si la catástrofe alcanza zonas urbanas y hay centenares de muertos porque se eliminó la unidad de emergencias parece que eso tenga consecuencias políticas. La crisis climática provoca una sequía crónica, temporada de incendios, temporada de inundaciones. Tratarlas como algo fortuito es instalarse en una realidad que no existe.
Comentaremos el próximo incendio, la próxima riada, como la clásica noticia de verano. Con la misma resignación que ante los accidentes de tráfico, nos diremos que son cosas que pasan, esperemos que no nos toque a nosotros. Dentro de un rato bajaremos a la piscina a refrescarnos o iremos a la playa a darnos un chapuzón. Al volver, cerraremos persianas y ventanas (y quien lo tenga, pondrá el aire acondicionado), nos aislaremos en nuestro mundo para evitar el calor.