Hay que vivir allí donde no hay incendio alguno”. Así suspira Juvenal en sus Sátiras a comienzos del siglo II d.C. La queja no era gratuita: los incendios eran una plaga habitual en la Roma clásica. Tanto, que Augusto en el 6 d.C. instituyó el primer cuerpo público de bomberos, cuya misión era tanto apagar incendios como patrullar de noche para prevenirlos y mantener el orden. Debería ser su patrón. El dinero para financiarlo salía de los impuestos. Sí, ya en Roma entendían que combatir los incendios cuesta dinero.
Si Roma ardía a menudo, no podemos decir que España se quede atrás. Estos días nuestro país es un mapa de cenizas. En apenas una semana se han calcinado más de 115.000 hectáreas. Para hacerme una idea necesito traducirlo a campos de fútbol: si el terreno del Camp Nou ocupa 0,71 hectáreas, eso significa que lo devorado por las llamas equivale a 161.000 Camp Nou convertidos en ceniza, ¡en una semana! De momento el tercer peor año de la historia.

El mayor incendio de la historia de Galicia se está librando en Ourense. Aún más dramático es el fuego que devora Zamora y León, el más destructor de las últimas décadas, y que ha devorado esa joya que son las minas romanas de Las Médulas en El Bierzo. Pueblos atrapados entre muros de llamas, carreteras nacionales cortadas, el servicio ferroviario entre Madrid y Galicia interrumpido por los focos activos, tres muertos, heridos graves, miles de personas evacuadas, y mientras el ministro Puente incendiando las redes con sus bromas sobre los fuegos.
No se trata de ser adanistas: incendios habrá siempre. El fuego forma parte de nuestra historia y de nuestra geografía (la maldición de la geografía, que diría Robert Kaplan). Pero lo que es sangrante es que no destinemos suficientes recursos y más coordinación a prevenirlos y a combatirlos. Con más medios, con más cortafuegos, con más brigadas y más aviones, tal vez los incendios no serían tan devastadores. No los evitaríamos todos, pero sí sus consecuencias más desoladoras. Claro, para eso hay que tener presupuestos.
En otro momento Juvenal anhela: “¡Cuándo podré vivir en un lugar donde no esté presente el fuego, donde no tenga sobresaltos día y noche!”. No conocía La Mareta, ese paraíso insular, lejos de las llamas, donde el único crepitar es el de la parrilla, y el único resplandor que ve Sánchez es el del atardecer.