Cada día, desde que se desataron los pavorosos incendios en el oeste de la Península, llegan noticias de vecinos que se niegan a abandonar sus casas a pesar de las órdenes de evacuación. Su argumento es que nadie mejor que ellos sabe cómo defender sus propiedades. El problema es que, en alguna ocasión, los bomberos han tenido que jugarse la vida para rescatar a estas personas, cuando de repente se han visto rodeadas por las llamas. Por mucha experiencia que haya acumulado la población local, son los profesionales quienes conocen de verdad las caprichosas fluctuaciones del fuego y la forma de apagarlo, así que, por el bien de todos, habría que seguir al pie de la letra sus recomendaciones, encaminadas sobre todo a salvar vidas humanas.
Muy revelador, en este sentido, es el testimonio que se recoge hoy en un reportaje de la sección de Sociedad. Es el de una mujer de San Martín de Castañeda (Castilla y León) que no ha podido lograr que su padre abandone el pueblo pese a que ha intentado convencerlo con un argumento que es aparentemente irrefutable: “Papá, la vida vale más que la casa”.

Combatiendo el fuego en Molezuelas de la Carballeda, Zamora
Y, sin embargo, uno no puede dejar de empatizar con los vecinos que aparecen en televisión diciendo que por nada del mundo dejarán atrás todo lo que tienen. Debe de ser porque, en el fondo, hemos interiorizado que la casa constituye una suerte de patria íntima donde, más allá de lo material, se concentra todo lo que nos da un sentido de pertenencia, la memoria a partir de la cual se reconstruye la propia historia personal.
Es evidente que la vida vale más que la casa, pero también es cierto que con la casa se quema una parte esencial de la existencia vivida. Por eso pueden entenderse determinadas actitudes y, al mismo tiempo, lo complicado que debe de ser abordarlas desde el punto de vista de la autoridad. El impacto emocional de la casa es aún más relevante en un país donde la escasez y la carestía la convierten en un objeto de deseo. Quien pierde una casa pierde su anclaje a este mundo tan injusto y volátil.
Pero que empaticemos con ellos no implica que defendamos a quienes se resisten a las órdenes de evacuación. En definitiva, todo el sentido común del mundo está contenido en la frase de la hija que le dice a su padre que la vida vale más que la casa.