Elogio de la siesta

Mi padre, un hombre hecho a sí mismo, que trabajó muchísimo y nunca tuvo vacaciones, echaba en verano siestas apoteósicas. No breves cabezadas como recomiendan los médicos, sino largas y solemnes siestas de cama. Dos horas después, se lavaba la cara a conciencia, volvía al despacho y allí se quedaba hasta casi las dos de la madrugada. Gracias a la siesta, mi padre encontraba la manera de convertir el día en una doble jornada laboral.

Para muchos, dormir la siesta debería ser obligado por la ley.

 

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En todo el mundo se usa la palabra siesta, que encarna los valores asociados a la dulce vida ibérica, para designar ese singular reposo diurno, en las primeras horas de la tarde de verano, cuando es imposible hacer otra cosa que descansar. El nombre proviene de la hora sexta latina, que coincide con el mediodía, momento de comer algo y abandonar las tareas laborales para dedicarse a los propios asuntos, antes de retomarlas por la tarde hasta el ocaso. 

Ahora bien, en otras lenguas existen palabras no menos sugestivas para nombrar el reparador sueño de después de comer. En catalán tenemos migdiada, pues corta el día por la mitad, i becaina, comparación del durmiente con un ave comiendo con el pico – bec – abierto y balanceándose. 

“¿Por qué, si te despiertan bruscamente, / sientes que te han robado una fortuna?”

También el italiano tiene varias: sonnellino o sueñecito; pennichella, que deriva del latín pendiculare y significa “inclinarse”, y pisolino, que procede del adjetivo pesolo, “pendiente”. El sentido de estos dos últimos términos está íntimamente conectado, además de entroncar con el significado del ca­talán becaina. Puesto que la pennichella y el pisolino no se hacen en la cama, sino en un sillón, quienes duermen sentados tienden a balancearse y a inclinar la cabeza ora hacia un lado, ora hacia otro; incluso dejan caer la cabeza hacia el dorso, cual felicísimos moribundos.

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El problema de la siesta es despertar y comprobar que los incendios, las guerras y el malestar del mundo siguen ahí, como el célebre dinosaurio de Monterroso. Por eso, uno de los poemas más transparentes de Jorge L. Borges, autor que siempre se interesó por los sueños, formula esta pregunta: “Si el sueño fuera (como dicen) una / tregua, un puro reposo de la mente, / ¿por qué, si te despiertan bruscamente, / sientes que te han robado una fortuna?”.

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