En seis meses, Trump ha cambiado las reglas comerciales del mundo y se dispone a sustituir la diplomacia por el halago a su persona como fórmula para tratar sobre la guerra y la paz. No es que la diplomacia estuviera exenta de hipocresías. La adulación siempre ha sido una herramienta de los dirigentes para lograr sus fines una vez apartan la otra, la fuerza. La diferencia es que solía practicarse en privado y hacia afuera se limitaba a la cortesía. A Trump le gusta que le hagan la pelota en público, en directo y sin medida ni pudor. El norteamericano detesta los asuntos enrevesados. Pensó que arreglaría lo de Ucrania con cuatro llamadas y un regateo, pero este lunes confesó que está siendo más difícil de lo que creía. Trump cedió a Putin un triunfo de imagen en Alaska, un escenario que venía a recordar que cambiar fronteras es factible. Luego dio a Zelenski garantías de seguridad para su país (y para Europa) frente a futuras aspiraciones expansionistas de Rusia. Nadie sabe cómo acabarán sus gestiones. Quizá conduzcan a la cesión de territorio a Rusia (cuánto y cuál es crucial) y al rearme de Europa para asegurar una paz frágil. Puede que EE.UU. saque provecho de la venta de armas o la explotación de tierras raras. O quizá Trump se canse del rompecabezas si no recibe el Nobel de la Paz con el que dicen que se ha encaprichado.
Trump se erige en monarca del nuevo orden internacional y, como tal, exige una corte adulatoria. Por eso no dudó en difundir el mensaje laudatorio y servil que le envió Mark Rutte, secretario general de la OTAN, o se mostró complacido por que Zelenski vistiera esta vez traje en la Casa Blanca (“no me lo puedo creer, ¡me encanta!”, dijo señalando su indumentaria). Como le encanta que Netanyahu se presente con una carta pidiendo que le concedan el Nobel. O disfruta con las deferencias de los líderes europeos a los que hace ir a Washington, sobre todo con los cumplidos de Von der Leyen y Meloni (solo Macron le recordó que sin tregua no se puede negociar). El mundo ha asumido que la forma de tratar con Trump es halagarle sin decoro. El método parece dar resultado, pero a veces solo por unas horas. Ayer negaba el envío de tropas a Ucrania para garantizar la paz. El efecto de las lisonjas se esfumó. Como el perfecto ególatra que es, el elogio nunca es suficiente.