Luis Carandell, que fue cronista parlamentario, publicó un libro – Las anécdotas del Parlamento. Se abre la sesión ” (2001)–, que recoge un sinfín de chascarrillos, ocurrencias y dichos de sus señorías desde las Cortes de Cádiz. Son anécdotas sin color político, que expresan un humor fino e insolente, en el que se mezclan la ironía y el talento.

Como muestra valen un par de ellas. A Francisco Silvela se atribuye una famosa. Mientras un diputado pronunciaba un aburridísimo e inacabable discurso, un ujier se acercó solícito a Silvela, sentado en la cabecera del banco azul como presidente del Consejo, y musitó quedamente a su oído: “Su señoría está dormido”. Replico Silvela, volviéndose: “No estoy dormido, estoy durmiendo, que no es lo mismo estar bebido que estar bebiendo”. Y en una sesión parlamentaria de la República, Ossorio y Gallardo describía la situación política con negras tintas, y, en un momento de su discurso, adoptó su tono más patético y preguntó: “¿Qué será de nuestros hijos?”; a lo que una voz respondió desde el fondo del hemiciclo: “¡Al de su señoría ya le hemos hecho subsecretario!”.
Cierto que también hubo momentos de dureza extrema. Pero ello no obsta para reconocer que el nivel de la oratoria parlamentaria ha descendido hoy a niveles de sonrojo. Sus señorías solo farfullan lo que leen. Ni memoria tienen para retener lo que quieren decir. Y repiten a veces, hasta la náusea, algunas palabras, por ejemplo, “casquería”, usada a destajo para descalificar al adversario.
Esta insistencia parece indicar que la izquierda y asimilados detestan la “casquería”, dando a entender que sus dirigentes son más refinados y quizá adictos a la nouvelle cuisine, caracterizada por servir platos más ligeros con un mayor énfasis en la presentación. Por ello me pregunto: ¿tan mala es la “casquería”? Veamos: ¿Qué es la “casquería”? Casquería es un término de carnicería que designa no solo los órganos contenidos en las cavidades craneal, torácica y abdominal de los animales (seso, hígado, riñones…), sino también su cabeza, su estómago, sus patas y rabo.
Somos muchos, me atrevo a pensar que un buen número, los que hemos comido con gusto sesos rebozados, hígado frito con ajo y perejil, riñones al jerez, carrillera al vino tinto, oreja a la plancha, callos, rabo de toro, cap i pota y manos de cerdo… Segunda pregunta: estos platos, ¿no son más bien unos condumios populares? Y la respuesta no puede ser más que afirmativa, como lo prueba la presencia destacada de estas viandas –al menos de algunas– en tascas, tabernas y bodegas; si bien, por lo que hace a los restaurantes de tronío, es mayor su presencia en Madrid que en Barcelona. Así, pueden comerse callos en el madrileño Zalacaín, pero es inconcebible hacerlo en buena parte de sus homólogos barceloneses, si bien en la carta de Ca l’Isidre figuran “los suculentos callos de Ca l’Isidre con chorizo y garbanzos; sesos de cordero a la mantequilla negra con alcaparras, y manitas de cerdo rellenas de butifarra e hígado de pato”. Y en el Hispània de Arenys sirven una ensalada de sesos y unos callos excelentes. ¡No se puede pedir más!
El nivel de la oratoria parlamentaria ha descendido hoy a niveles de sonrojo
Cantadas las excelencias de la “casquería”, cuyo condimento puede alcanzar cotas de sublime sofisticación, procede preguntarse por qué la izquierda parece que abomina hoy de la “casquería”, renegando así de sus orígenes, pues no puedo creer que quienes en tiempos heroicos frecuentaron las “casas del pueblo” no fuesen mayoritariamente adictos a consumirla en platos bien aderezados. La respuesta que se me ocurre es que ha cambiado el talante de quienes están hoy en el poder.
Cuando, de niño, leí Quo Vadis?, me impactó lo que escribe Petronio a Nerón, al despedirse de él: “Roma se tapa los oídos cuando te oye (…). Adiós, pero no hagas música; asesina, pero no escribas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara. Estos son los deseos y el último consejo que te envío”. Lo mismo digo yo, sin ser Petronio: haced y decid lo que queráis, pero ¡por favor! no reneguéis de la “casquería” en vano. ¡Una de callos!