La vida estalla

la vida lenta

A menudo no elegimos los viajes. Nos sorprenden como un azar que se impone, que nos arrastra hacia un destino inesperado. Son los lugares quienes nos escogen. He llegado a Lugano, en una ruta que huele a lagos y a verdor.

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Samuel Golay/Efe

Me gusta Suiza. No solo por sus paisajes de postal, ni por la armonía entre el agua y las montañas. Me fascina su manera de habitar el mundo. La vida parece más limpia, más ordenada, más confiada. No tengo miedo de que me roben el bolso, ni me lo pienso dos veces antes de dejar el móvil encima de la mesa de un café. En cada gesto cotidiano se respira una confianza deliciosa.

Un día, en medio de un parque, descubro un pequeño puesto de libros. No hay vendedor. No hay caja para pagar. Los volúmenes están allí, quietos, al alcance de cualquiera que los quiera. Nadie los roba. No se compran ni se venden. Uno puede llevarse un ejemplar, leerlo en silencio entre los árboles y devolverlo más tarde, sin prisa. Es un pacto secreto entre la gente.

Todo en Lugano tiene algo de irreal, como si fuese un escenario para un sueño infantil

Todo en Lugano tiene algo de irreal, como si fuese un escenario construido para un sueño infantil. Los bancos del paseo están pintados de colores vivos, los maceteros parecen recién barnizados y en una esquina hay un carrusel que no gira.

Entonces recuerdo los versos de Espriu. Aquel deseo suyo de escapar de Catalunya, de huir hacia un norte donde, creía él, la gente era más civilizada, y tal vez más feliz. En este rincón suizo, siento que su sueño cobra forma: la convivencia tranquila, la disciplina convertida en belleza.

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Sin embargo, mi corazón viaja lejos. Pienso en el bullicio de Barcelona, en el movimiento perpetuo de la Rambla y del puerto. Pienso en la vitalidad de Mallorca, donde la alegría siempre es excesiva. Recuerdo Nápoles, con su caos fascinante, y Roma, con su tráfico eterno, donde la vida se desborda a cada instante.

El Mediterráneo me llama incluso en medio de los Alpes. Me llama con su ruido, con su pasión, con su desorden inabarcable. Aquí todo es armonía, medida, equilibrio. Allí, en cambio, la vida estalla sin pedir permiso. Quizás por eso me gusta ­viajar: porque necesito a veces la calma de un lago suizo, y otras veces, la furia del mar en una noche de tormenta.

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