Estamos locos. Antes el despertador era sinónimo de incordio, pereza, y época laboral. Sonaba el timbre, o la música que elegiste con la esperanza de un dulce despertar pero que solías acabar odiando, y tocaba saltar de la cama e iniciar los pequeños gestos de la rutina. Vivimos esclavizados por los horarios durante casi todos los meses del año. Sin embargo, en agosto solía ser distinto. Se abría un paréntesis de calma y de fiesta, de mar y alegría de vivir, de siestas perezosas y madrugadas de música.

El mundo se transforma. Mallorca, conocida como la Isla de la Calma, vive con crispación este mes de agosto. La expresión “isla de la calma”, popularizada como eslogan publicitario, viene del libro L’illa de la calma, escrito por Santiago Rusiñol, quien, a principios del siglo XX, había viajado a menudo a Mallorca. En esta obra elogiaba la tranquilidad y la vida pausada de la isla.
Corren a la playa que hay frente a su hotel, buscan una tumbona y dejan su toalla encima
Es obvio que no existe la isla de la calma. Las carreteras están colapsadas, los parkings completos, las playas con overbooking.
En las vacaciones de unos turistas obsesionados por las fotos, las selfies y los me gusta, se ha añadido un elemento nuevo: el despertador. Los veraneantes se ponen el despertador a las siete de la mañana. Conscientes de que se juegan el bienestar de todo el día, corren sin pereza ni reparos a la playa que hay frente a su hotel. Buscan una tumbona y dejan su toalla encima. Aliviados y satisfechos, vuelven a la cama para dormir unas cuantas horas a pierna suelta. Esta ocupación se ha impuesto con un furor sin precedentes. Los mallorquines no tenemos nada que hacer contra tales artimañas. Estamos indefensos. Ante la imposibilidad de encontrar un palmo de arena libre, nos encerramos en nuestras casas.
El verano ya no huele a tierra húmeda en los campos, ni nos permite bañarnos en secreto a medianoche. Los niños no juegan por las calles a pisarse la sombra, en un entorno sin peligro. Se pierden las conversaciones bajo la luz de la luna, los paseos solitarios, el tiempo al aire libre, las estrellas que brillaban más que cualquier farola, y los boleros antiguos que nos hacían más felices.