Una fotografía del presidente Donald Trump en la Casa Blanca mostrando con orgullo su colección de gorras MAGA (“Hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez”) a los líderes europeos que se habían reunido apresuradamente para las conversaciones de paz sobre Ucrania planteó, una vez más, el interrogante de qué es lo que mueve a este hombre tan peculiar. A diferencia de sus carteles de campaña y de su retrato oficial, que muestran a un hombre fuerte con una expresión a lo Churchill, esta imagen sugería un estereotipo diferente y muy estadounidense: el empresario ostentoso que presume de su riqueza y muestra fotos de sus hijos a desconocidos.

Los críticos de Trump suelen afirmar que encarna los peores aspectos de la cultura estadounidense: la ostentación vulgar, el amor por la violencia, la ignorancia petulante, la fanfarronería: ”¡¡¡El mejor, el mayor y EL MÁS HERMOSO ESPECTÁCULO SOBRE LA TIERRA!!!”.
Algo de eso hay. Pero detrás de la teatralidad de Trump se esconden fuerzas más oscuras.
El hombre no es ideológico. A pesar de sus prejuicios, no lo motivan convicciones políticas firmes. Las ideas y creencias son una forma de ganar poder y, cuando dejan de ser útiles, se descartan. Considerar a Trump un fascista es imaginar una coherencia política que simplemente no existe.
El estereotipo estadounidense al que más se parece Trump es el del vendedor ambulante, el mercachifle
En algunos aspectos, la Administración Trump se asemeja a una operación mafiosa. Obligar a bufetes de abogados y universidades de élite a entregar grandes sumas de dinero para evitar problemas es un típico chantaje. Pero, a diferencia de Trump, la mayoría de los mafiosos tienden a permanecer entre bambalinas y evitan llamar la atención. Su negocio consiste en explotar y corromper las instituciones existentes, no en derribarlas.
El estereotipo estadounidense al que más se parece Trump es el del vendedor ambulante, el mercachifle, el promotor de traje chillón que sabe manipular y desplumar a los desprevenidos. Como se suele atribuir a P.T. Barnum, el empresario, político, estafador y fundador del famoso circo Barnum and Bailey del siglo XIX, “a cada minuto nace un incauto”.
Desde esta perspectiva, el mundo está lleno de perdedores crédulos, dispuestos a dejarse engañar por promesas de dinero rápido, fama instantánea o un futuro prometedor. Nada asusta más al charlatán que ser tomado por tonto. Este es uno de los temas dominantes en la carrera de Trump: la idea de que otros países se están aprovechando de Estados Unidos, que los extranjeros se ríen de los estadounidenses. Parece estar proyectando sus propias ansiedades sobre el país.
Existe un vínculo entre esta actitud y el sueño americano. Que el éxito, la fama y la riqueza sigan estando fuera del alcance de la mayoría de los estadounidenses no hace que la perspectiva de obtenerlos pierda fuerza. La promesa de que cualquiera puede triunfar en Estados Unidos ha generado una gran cantidad de energía positiva -y también negativa-. La creencia relacionada de que suficiente dinero puede solucionar cualquier problema ha alimentado el optimismo estadounidense, así como un profundo cinismo: todo el mundo tiene su precio.
Este espíritu no admite la tragedia, y mucho menos la ironía. El fatalismo es para los países hastiados del mundo de los que las personas huyen en busca de fortuna en Estados Unidos.
El cinismo, en cambio, y especialmente la convicción de los mercachifles de que todos nos movemos por la codicia material, tiene una contrapartida: una ingenuidad peligrosa. Algunas personas no se dejan influir por las promesas de riqueza y fama. Es posible resistirse a esas tentaciones por las mejores razones morales, pero también por las peores. Al fin y al cabo, quienes cometen el mal a menudo actúan por profunda convicción, impulsados por un fervor religioso o político.
Es posible que el presidente ruso, Vladímir Putin, se haya sentido halagado por los elogios de Trump en la cumbre de Alaska, desde la alfombra roja y el paseo en la limusina presidencial hasta las cálidas sonrisas y las promesas de un “gran acuerdo”. Pero es casi seguro que nada de eso caló hondo en un hombre cuya riqueza eclipsa a la de Trump, y cuyo objetivo de recrear la Rusia imperial no puede alcanzarse mediante concesiones.
A diferencia de Trump, Putin es muy consciente de la historia. Quiere ser un gran líder ruso, tras los pasos de Joseph Stalin y Pedro el Grande. La idea de Putin de restaurar la grandeza rusa no es solo un eslogan en una gorra de béisbol, sino un plan real para expandir su territorio y aumentar su influencia, sin importar cuántas vidas se pierdan.
El error de Trump es suponer que él y Putin son almas gemelas, incluso amigos. No se da cuenta de que Putin no es un mercachifle. En la reunión de seguimiento con los líderes europeos en la Casa Blanca, un micrófono abierto captó a Trump susurrándole al presidente francés, Emmanuel Macron, que Putin “quiere hacer un trato por mí. ¿Te das cuenta? Por muy loco que suene”. Esto demostró que Trump es un auténtico ingenuo. Es un charlatán que se cree sus propias mentiras, como el hombre que se regodea mostrando sus gorras de MAGA. Eso lo convierte en un ingenuo, y Putin, consciente de ello, lo ha estado engañando.
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