Seguro que han oído hablar de los hikikomori, esos adolescentes y jóvenes que se retiran de la vida social y se encierran durante años en su habitación sin apenas contacto directo con el mundo exterior. Suelen deslizarse por un descarrilamiento progresivo: del miedo al juicio y al fracaso al abandono escolar; de huir del trato con los demás a negar, incluso, la propia existencia. Nacido en Japón, el dramático fenómeno de los hikikomori afecta a un número altísimo de muchachos. También se da en otros países asiáticos, como Corea, donde la exigencia académica resulta despiadada desde edades tiernísimas. Algunos lo leen a la luz de una tradición eremítica oriental; pero parece claro que es, más bien, la traducción extrema de una competición social asfixiante.

En nuestro Occidente, el fenómeno existe, aunque no es habitual. Aquí aparecen, en cambio, otras manifestaciones del malestar juvenil, más extendidas y no menos graves: depresiones, autolesiones, adicciones, trastornos alimentarios, suicidios. Entre nosotros la exigencia a los jóvenes no alcanza, ni de lejos, la intensidad asiática; pero quizá, tras haberlos sobreprotegido (cuando no malcriado) en la infancia, los dejamos demasiado pronto solos, con el teléfono, en medio de la jungla de las redes, del consumo, de la crueldad de los grupos, de la droga y la pornografía, de los depredadores, de las tribus, de los tiránicos cánones de belleza y de la deconstrucción erigida en matriz cultural. Solos entre la nada.
Si los orientales temen a la sociedad, los occidentales sufren la herida de la sociedad. Ambos padecen la dureza del presente y la falta de sentido.
El nuevo curso está a la vuelta de la esquina y también yo descubro dentro de mí un rechazo a lo que nos espera: la batalla insomne, los argumentos maniqueos, la triste certeza de saber que todos los conflictos que nos desangrarán en los próximos meses no harán sino volver más difícil el futuro y más castigada la esperanza. Empieza el curso tras un verano incendiado y, mientras retumban los tambores de la polarización, crece en mí (y sospecho que en muchos de ustedes, amables lectores) la tentación de cortar los hilos con la realidad social: la tentación del aislamiento.