La última semana de agosto tiene una melancolía esquiva. El verano claudica sin estrépito: solo agosto sabe acabarse así, de puro cansancio. Por fin la sensación de frescor tras las primeras lluvias; la mano se extiende por la noche en busca de la sábana. Los días sin prisa se marchan. Queda una inmensa tierra quemada, como dibujada al carboncillo, de la extensión de Mallorca.

Este mes hubo dos Españas devoradas: una por las masas de turistas, otra por las masas forestales reducidas a cenizas. El calor extremo, los vientos imprevisibles, la baja humedad y la abundancia previa de lluvias actuaron como catalizador de los incendios, pero el problema no es solo el cambio climático, y mucho menos los pirómanos. El medio rural se ha vaciado de sus cuidadores. El fuego incontrolable nos habla de envejecimiento, de éxodo, de abandono. Y de la fantasía de que la naturaleza se autorregula sola. Pero no. Un monte desatendido se transforma en polvorín. Con el fuego aún descontrolado, enseguida se descorrieron las acostumbradas cortinas de humo. Los efectos dramáticos de la dana de Valencia pusieron al PP sobre aviso, pero para apresurarse en llevar la iniciativa (otra vez) del dedo acusador. Los presidentes de las comunidades autónomas azotadas por los incendios se ampararon en que la respuesta del Gobierno había sido “lenta e insuficiente”. La misma formulación aparece, literalmente, en la batería de cincuenta medidas que presentó Feijóo, en un acto de proactividad a destiempo (en el documento incluso se colaron apuntes para consumo interno). Muchas de esas medidas ya existen en la legislación actual, otras son poco concretas o se enfocan prioritariamente en compensaciones más que en prevención. Un catálogo de deseos bienintencionados para un simulacro de liderazgo.
Vivimos en un clima de piropolítica donde el fuego se ha convertido en una metáfora dominante de la inestabilidad y la volatilidad. El Parlamento como una pira, las declaraciones públicas como pavesas incendiarias, las relaciones entre administraciones como un fuego cruzado. Todo arde y todo se consume en el espectáculo de la confrontación. Y mientras tanto, el silencio ante la pregunta de un conductor de motobomba en Castilla y León: ¿somos un “puto despilfarro”?