El presidente Donald Trump asegura que no es un dictador sino “una persona con mucho sentido común”, pero lo cierto es que la deriva autoritaria y populista del líder republicano desde que volvió a la Casa Blanca por segunda vez no ha hecho más que crecer.
Trump está extendiendo su poder hasta límites imposibles de creer en la democracia de Estados Unidos. Día sí y día también rompe cada vez más el juego de equilibrios y contrapesos que siempre ha caracterizado su sistema político. Y la pregunta que cada vez se hacen más ciudadanos de ese país y la comunidad internacional es si la democracia más antigua del mundo podrá soportar el peso de un presidente que no solo juega al límite de las reglas, sino que no tiene el menor escrúpulo en violarlas.
Las instituciones de EE.UU. están siendo sometidas a una prueba de resistencia sin precedentes. Hay que recordar que Donald Trump controla en estos momentos los tres poderes del Estado. En su calidad de presidente detenta el poder ejecutivo, también dispone de mayoría en las dos cámaras del Congreso y seis de los nueve jueces del Tribunal Supremo se alinean normalmente con él y con sus políticas. Una peligrosa concentración de poderes contraria a la propia esencia de la democracia estadounidense.
El presidente no solo juega al límite de las reglas, sino que no tiene escrúpulos en violarlas
Basta echar un repaso a algunas de las últimas decisiones y medidas adoptadas por Trump para comprobar como la deriva autoritaria se va abriendo paso. Ha lanzado un ataque frontal a la autonomía de la Reserva Federal, el banco central del país, despidiendo a una de sus gobernadoras, Lisa Cook, quien se ha negado a renunciar y ha presentado una demanda contra el presidente. Ha pedido la introducción de la pena de muerte para los responsables de asesinatos en Washington, donde ha desplegado tropas del ejército. Anuncia y firma órdenes ejecutivas de dudosa legalidad y constitucionalidad. Ha impulsado cambios de distritos electorales en varios estados para favorecer a los republicanos en las próximas elecciones. Ha desplegado la Guardia Nacional en California en el marco de sus macrorredadas contra los inmigrantes irregulares, utilizando el ejército con fines políticos en su lucha contra los estados y ciudades demócratas y militarizando funciones que corresponden a cuerpos civiles.
Ha ordenado redefinir las normas culturales y la visión de la historia del país en los museos, para enterrar el wokismo. Está implementando una injerencia política en Groenlandia que le acaba de costar un choque diplomático con Dinamarca. Ha impuesto aranceles con porcentajes distintos a países extranjeros en función de sus filias y fobias y en ocasiones de los intereses del grupo empresarial que lleva su nombre. Y todo ello aderezado con el fulminante despido o destitución de funcionarios, asesores o altos cargos que no comulgan con sus ideas o se niegan a rendirle pleitesía. La venganza se ha convertido en política de Estado y los enemigos de Trump saben que el precio de criticarle puede ser una visita policial al amanecer, como le ocurrió hace unos días a John Bolton, antiguo consejero de Seguridad Nacional.
Trump mezcla intervencionismo económico, control de las instituciones y polarización política. Un cóctel que está llevando al límite ya que se enfrenta y desoye las sentencias adversas de los tribunales, toma decisiones ejecutivas que son competencia y debe aprobar el Congreso, ataca la libertad de prensa y carga contra las universidades e instituciones que defiendan un pensamiento democrático crítico, como se ha visto en el tema de la guerra de Gaza y el antisemitismo.
El equilibrio de poderes en EE.UU. afronta una prueba de resistencia sin precedentes en el país
En lo económico, empresas como Intel han cedido un 10% de su control al Gobierno tras recibir ataques públicos en la red social Truth, y la Casa Blanca ha impuesto que los fabricantes de semiconductores entreguen el 15% de sus ingresos por exportaciones a cambio de seguir vendiendo a China. El presidente quiere legitimar el discurso de que solo él puede hacer que América vuelva a ser grande (MAGA) y solo él está capacitado para evitar que los “criminales” invadan EE.UU. Y no va a a cambiar ese sistema autocrático y populista porque interpreta que sus bases ven en él un ejercicio de liderazgo fuerte frente a las élites demócratas. Los tribunales y algunas ciudades demócratas parecen los últimos reductos en la línea de defensa de la separación de poderes y competencias políticas y plantan cara al autoritarismo presidencial.
Trump ha convertido el miedo en método de gobierno y la sumisión en moneda de cambio. Su deriva autoritaria crece y pone al país al borde de una crisis constitucional. El dilema es cuál, si la hay, será la respuesta de los estadounidenses que odian la tiranía y no están dispuestos a que EE.UU. se acabe convirtiendo en una autocracia competitiva.