El arte de sembrar el caos

EL AZAR DE LOS DÍAS

No sé dónde leí, hace tiempo, que cuando la policía quiere poner orden en un barrio particularmente problemático e inseguro, una de las primeras cosas que hace es intentar que no haya cristales rotos, pintadas ofensivas o signos de vandalismo, porque la incuria crea la impresión de que el lugar está dejado de la mano de Dios y que todo está permitido y, psicológicamente, hace más fáciles los robos y la vio­lencia.

La política de Trump en la escena mundial es justamente la inversa. El presidente estadounidense está demostrando ser un ­maestro en el arte de sembrar el caos y generar inseguridad. Con los mensajes que cuelga en la red y con sus declaraciones, rompe cristales, pinta mensajes ofensivos, destroza el mobiliario legal vigente, y lo hace con el objetivo de crear una situación en la que todo valga. Enfanga el terreno de juego y envenena el diálogo con falsedades simplistas y viscerales, porque sabe que en este campo siempre va a ganar.

La política europea de dar coba a Trump funciona: la prueba es que EE.UU. aún no ha invadido Groenlandia

Comienzo a preguntarme si no le hemos infravalorado (yo el primero, lo admito). Vemos que es ignorante, ególatra, mentiroso, vengativo, pueril, y pensamos que no puede hacer mucho daño, de tan ridículo como nos parece. Pero no es inofensivo. ¿No está consiguiendo buena parte de lo que quiere?

Es errático, arbitrario. Un día acusa a Zelenski de haber causado la guerra en Ucrania y al día siguiente amenaza a Putin con sanciones si no acepta un alto el fuego. Juega con los aranceles como el gran dictador de Chaplin con la esfera del mundo. Falta a la verdad sin pudor. Es grosero. Dice estupideces. Una de las últimas: que los dirigentes europeos que fueron a verle acompañando a Zelenski hace un par de semanas le llamaban presidente de Europa. No sé si esto lo dijo con la gorra que se pone últimamente, una gorra roja en la que se puede leer: “Trump tenía razón en todo”. No solo dice estupideces. Las hace: telefoneó personalmente al ministro de Economía de Noruega, el ex secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg, para decirle que le haría mucha ilusión recibir el premio Nobel de la Paz.

(L/R) Italian Prime Minister Giorgia Meloni, French President Emmanuel Macron, Finnish President Alexander Stubb and US President Donald Trump walk through the Cross Hall to the East Room on their way to meet with Ukrainian President Volodymyr Zelensky and European leaders at the White House in Washington, DC, on August 18, 2025. European leaders join Ukrainian President Volodymyr Zelensky in talks with US President Donald Trump on August 18, as they try to find a way to end Russia's offensive. The leaders heading to Washington on Monday to appear alongside Zelensky call themselves the

 

ANDREW CABALLERO-REYNOLDS / AFP

¿Se puede imaginar a alguien más ridículo? Pero mientras tanto envía a policías encapuchados a detener a inmigrantes –o sospechosos de serlo–, destituye a una gobernadora del banco central –la Fed– para cercenar la independencia del banco, utiliza el FBI y el Departamento de Justicia como armas contra sus adversarios y militariza las calles de ciudades gobernadas por el Partido Demócrata, y nadie le para los pies, salvo algún juez con coraje. No se sabe si todo esto forma parte de un golpe de Estado a cámara lenta, pero cada día lo parece más.

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Su egolatría, arbitrariedad y mendacidad tienen un método. Se trata de descolocar a todo el mundo, de actuar como un irresponsable para no tener que responder de nada de lo que dice o hace, de convertir todas las normas y todos los acuerdos firmados por Estados Unidos en papel mojado. Con su bombardeo constante de despropósitos, rabietas, mentiras, chulerías y necedades consigue que todo el mundo se ponga a la defensiva y que se hable de lo que él quiere y no de lo que él no quiere.

Es grotesco, risible, pero todo el mundo le teme y todo el mundo le sigue la corriente (menos Netanyahu, Putin y los chinos, que lo torean). Los gobernantes europeos piensan que la mejor manera de tratar con él es darle coba y contentarle con halagos y gestos simbólicos, para no tener que hacer concesiones reales. Aceptan aumentar los gastos de defensa a un imposible 5% del PIB, se tragan un acuerdo desigual y humillante sobre los aranceles y corren en tropel a Washington a proteger a Zelenski y a suplicar a Trump que no abandone Ucrania a su suerte.

Es una actitud que intentan vender como pragmática: sacrificar la dignidad para evitar males mayores. No hay duda de que esta política funciona: la prueba es que Estados Unidos todavía no ha invadido Groenlandia. Pero momento, los resultados son más visibles en el terreno de la dignidad sacrificada que en el de los logros obtenidos. Trump los trata con menos respeto que a Putin, sigue amenazando a Europa con más aranceles, exige un cambio de la regulación digital y se jacta públicamente del dineral que Europa pagará a Estados Unidos por mantener el vínculo euroatlántico. 

Antes, había cosas que no se podían decir si uno no quería pasar por demente o por carca. Se podían pensar, se podían sugerir con sobreenten­didos, se podían dejar caer bien entrada la noche después de la tercera copa en la barra de un bar, siempre con un poco de prudencia, mirando que no hubiera nadie que pudiera tomárselo mal.

Ahora ya se puede decir todo, por bestia que sea lo que a uno se le ocurra. Más gordas que las que suelta sin descanso el líder del mundo libre, el gran Donald, seguro que no serán. Y quien dice decir, dice hacer. Ya no hace falta disimular. Todo el mundo puede quitarse la máscara. Netanyahu y su Gobierno pueden matar a palestinos a millares para ver si se van de una vez de Gaza y Cisjordania. Orbán puede boicotear descaradamente a la Unión Europea como un submarino ruso. Nigel Farage, Jordan Bardella y sus correligionarios suben en los sondeos. En todas partes aparecen émulos del gran Donald dispuestos a romper cristales. La veda está abierta.

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