Hace cincuenta años, era muy habitual, en cualquier carretera de Europa, ver a jóvenes que exhibían el pulgar con la esperanza de que los conductores de los coches que pasaban los llevaran gratis. Con la llegada de los primeros calores, los autostopistas se multiplicaban como las setas en otoño. Había lugares en los que había que ponerse a la cola, de tantos que había. En las salidas de París, por ejemplo. Uno podía encontrarse allí con jóvenes de todas las nacionalidades imaginables. En otros, como en las autopistas alemanas, costaba verlos por la rapidez con la que los conductores los cogían.
Hoy prácticamente no se ven. ¿Es una especie que se ha extinguido? Hoy a la gente le hace menos gracia llevar a un desconocido, aunque tenga cara de jovencito inocente, y a muchos jóvenes tampoco les atrae la idea de meterse en el coche de alguien que vete a saber el tipo de tarado que puede ser. La confianza que había entonces entre los conductores y los autostopistas se ha roto. Todos hemos visto demasiadas películas de terror.
En aquella época, la gente no viajaba tanto como ahora. El número de vuelos entre las capitales más importantes de Europa no debía de llegar a la décima parte de la actual. Los precios de los billetes eran disuasorios. El programa Erasmus todavía no existía. El Interrail, que apenas comenzaba, resultaba caro para algunos bolsillos (los míos, por ejemplo).
Entonces habríamos envidiado muchas cosas de los jóvenes de hoy. No teníamos móviles ni internet, éramos menores de edad hasta los veintiún años, no podíamos votar y estábamos sometidos a unas normas de conducta mucho más estrictas. Para obtener un pasaporte, necesitábamos un certificado de penales y en caso de ser menores de edad, el permiso paterno, y después realizar unos trámites que podían durar semanas. Vivíamos en un Estado no solo confesional, sino también penitencial, como decía Jaume Perich. Pero nos movíamos por las carreteras europeas con una despreocupación y una facilidad que hoy serían inimaginables, prácticamente sin dinero.
Nos movíamos por las carreteras europeas con una despreocupación y facilidad hoy inimaginables
Dormíamos donde podíamos. Los que se lo podían permitir, se alojaban en albergues juveniles. Los que no, dormían en los parques y en las estaciones, sin desdeñar las cunetas. La mayoría éramos chicos, es cierto; pero también había chicas; supongo que tomaban más precauciones que nosotros, pero nunca conocí a ninguna que hubiera tenido una mala experiencia.
Se podía atravesar Europa de norte a sur en tres o cuatro días. En Alemania y en los países nórdicos los coches se detenían enseguida. Gracias a esa buena disposición y a la magnífica red de autopistas que tenían, sin límite de velocidad, no hacía falta mucha suerte para recorrer cientos de kilómetros en una jornada. En los países meridionales había menos autopistas y convenía estar atentos para no quedar atrapados en las arenas movedizas de las carreteras secundarias, pero los conductores también paraban.
Eran los años del “Make love, not war”, de los hippies, de las grandes protestas universitarias, de los cabellos largos y las barbas hirsutas entre los chicos y de faldas y blusas amplias, a menudo sin sujetadores, entre las chicas. La gente nos veía con una simpatía en la que se entreveía un paternal “Si yo hubiera tenido vuestra suerte…”. Salvo algún caso esporádico de un conductor que intentara una aproximación sexual no deseada, nadie nos molestaba. Los conductores no nos tenían miedo y nosotros no les teníamos miedo a ellos. Empezaban a circular drogas, pero la imagen del drogadicto que roba para poder aprovisionarse aún no se había instalado en el subconsciente colectivo.
Hoy hay billetes de avión a precios de risa y hay páginas web para compartir viajes en coche; está el Interrail y hay viajes en autocar tirados, pero lo que no hay es aquella fraternidad que unía a los autostopistas con los conductores, ni la sensación de que uno podía plantarse en la carretera, sacar el dedo y viajar donde quisiera, como si tuviera una alfombra mágica en el pulgar, una sensación que entonces era más valiosa que hoy, sobre todo aquí, que necesitábamos salir al extranjero para respirar. Esto se ha perdido.
En este campo, como en muchos otros, hemos progresado mucho, sin duda. Pero el progreso no es gratis. El progreso, este prestidigitador taimado, siempre nos quita con una mano al menos una parte de lo que nos da con la otra.
