No sé si criar hijos es más o menos difícil ahora de lo que era en otras épocas, como se deduce de las películas y las cuentas de memes que muestran a los padres y madres de décadas atrás, copa y cigarro en mano, ligeros y negligentes. Lo que es casi seguro es que vivimos una era de crianza ansiosa, al menos entre la gente que puede permitirse ese tipo concreto de ansiedad. Multiinformada, con un punto de confusión, aislada y ahogada por las buenas intenciones. Los objetivos a veces son loables, aunque el camino para lograrlo no siempre esté claro y lleve a tanta duda.

Hay, sin embargo, nuevos mandamientos insidiosos en la crianza ansiosa, y uno de ellos es la obligación de Crear Recuerdos. El marketing y la publicidad han explotado muy bien esa obsesión relativamente reciente y hay muchos productos, sobre todo en la gama de eso que hemos dado en llamar experiencias, que apelan a esa debilidad. “Crea recuerdos mágicos para ellos”, te exhortan. Y ahí ya está el germen de una nueva obligación, y de una nueva culpa. El verano es, por supuesto el territorio más fértil para que se desarrolle ese nuevo pensamiento mágico. Antes de devolver a sus criaturas a la rutina de septiembre, muchos padres y madres se preguntarán si lo han hecho bien, si han contado suficientes estrellas, si se han bañado en suficientes ríos y llevado a sus hijos a un número adecuado de lugares estimulantes. Incluso si las criaturas se habrán aburrido bien, porque también hemos leído que es buenísimo aburrirse. Hay un componente nostálgico en esa obsesión.
En Estados Unidos se extendió a principios de este verano una tendencia que llamaba a los padres a dar a sus hijos un “verano de los noventa”, sin pantallas y con bicicletas. Y, de nuevo, aunque las intenciones sean buenas, no deja de ser terriblemente arrogante pensar que uno tiene el poder de viajar en el tiempo. También requiere una hybris importante creer que puedes hacer micromanagemen t de la psique de esas personas a las que preparas el desayuno a diario, escoger qué momentos van a quedar en su hipocampo y qué cosas contarán a sus amigos –y a sus terapeutas– cuando crezcan. En realidad, un porcentaje pequeñísimo de todos esos planes tiene lo que hay que tener para acabar convertido en recuerdo. Permanecerá alguna sensación, algún fogonazo alterado por los tramposos mecanismos de la memoria. Y no será un fracaso.