Una señora de León apareció indignada por la tele, durante los incendios de este verano, reclamando la misma ayuda que tienen los catalanes.
Otra andanada y ya van muchas desde hace años, décadas...
Será por la lengua, por hablar raro, por el deseo de querer que nos entiendan. Será por la playa, que siempre genera envidias. Será por el trabajo porque aquí trabajamos mucho, o eso decimos. Será por la fama de antipáticos. Será por la guerra de los Segadors, por tener una Virgen negra, por el 1 de octubre o por haber reclamado un Estatut propio. Será porque pedimos, aunque sea lo que nos toca. Será por todo eso junto o por nada de eso en particular.

Pero dejémonos de excusas: a los catalanes no nos pueden ni ver. Nos viene de siglos. Una corriente subterránea que atraviesa generaciones y gobiernos, dictaduras y democracias, monarquías y repúblicas. Cambian los discursos, los acentos, los gobiernos… pero la desconfianza hacia lo catalán es un hilo rojo que nunca se corta.
No importa qué pensemos ni a quién votemos, ni si se despliega una estelada en el balcón o si se engancha una rojigualda en la solapa. El catalán de derechas, de izquierdas, indepe, unionista, culé o perico carga con el mismo sambenito: el de ser catalán. Y con eso basta.
Es como un reflejo automático. Si algo se estropea, es culpa de los catalanes. Si algo funciona, seguro que los catalanes han hecho trampa. Si se recauda demasiado, es que se lo guardan. Si se recauda poco, es que son unos inútiles. Y si se callan, son soberbios. Y si hablan, peor. Por eso cuando alguien aquí se pregunta qué hemos hecho mal, la respuesta es sencilla: nacer catalanes. Y ya está. Lo demás son matices.
Han pasado siglos, guerras, constituciones y estatutos. Y seguimos igual. Así que quizá lo más sensato sea aceptarlo con cierta sorna: no nos pueden ni ver, pero tampoco pueden dejar de mirarnos. Y ahí seguimos, como el vecino que molesta en la escalera… hasta que alguien lo necesita para arreglar la luz. Lo sorprendente, en realidad, no es el rencor: es que sigamos aceptando vivir en ese edificio. O simplemente que la comunidad de vecinos aún no nos haya expulsado.