Está sobre el cabecero de la cama de un piso turístico con muebles de Ikea. En letras mayúsculas de madera, pone: Paris, y debajo London, y debajo Stokholm, y debajo Amsterdam, y debajo Berlin. Aparecerá en las fotos que los visitantes hagan del dormitorio. También aparecerá en su Instagram con la ubicación de una de esas capitales de moda en las que duermen quienes adoran viajar y, sobre todo, adoran publicitarlo.

La plataforma Airbnb se dio a conocer como la oportunidad de alojarte en casas de verdad donde vive gente del lugar. Y ha acabado despersonalizando, no solo esas casas, sino también las ciudades, convirtiéndolas en grandes hoteles boutique con todos los lujos y servicios para quien pueda pagarlos. Ciudades por las que pasar –caso de los cruceros– o en las que estar desde un fin de semana hasta unos meses (los expats son turistas de larga estancia). Ciudades en las que hacerse selfies para anunciar en las redes “yo estuve aquí” y atraer así a nuevos clientes. Ciudades en las que circular, tal vez pernoctar, pero no vivir.
Airbnb ha acabado despersonalizando no solo las casas, sino también las ciudades
Porque en la vivienda también se necesita movimiento para tener rentabilidad. Cuanto mayor es la demanda, más ganan los inversores. Las ciudades son un producto bursátil, y las personas, mercancía. Y no interesa el concepto de hogar, el calor alrededor del cual se reunían los clanes, las familias, las comunidades y construían memoria, cultura, historia. No interesa que el residente se sienta como en casa porque entonces de ahí no se mueve. No interesa que tenga un vínculo con el entorno porque entonces querrá defenderlo, protegerlo; defender y proteger a los suyos y sus derechos, querrá quedarse.
Este verano, los vecinos de Palma han recuperado los espacios turistificados a partir de una iniciativa impulsada por la plataforma Brunzit. Cada miércoles celebraban Sopars a la Llesca, cenas populares que llenaban de gente la plaza del Coll, y la plaza Major, y plazas del barrio de Santa Catalina, y Sa Llotja. Jugaban a truc, había conciertos, pachangas de fútbol. Había tal afluencia que en algunos casos los bares y restaurantes tuvieron que retirar sus terrazas. El objetivo era devolver el espacio público a la comunidad, y recordar que Palma no es un centro comercial, no es un aeropuerto, ni un resort . Demostrar que es una ciudad viva.