Este artículo llega un poco tarde porque la exposición se clausuró el domingo pasado. Me refiero a la exposición que, a lo largo del verano, la Biblioteca Nacional de España ha dedicado a la trayectoria del político y escritor Jorge Semprún. La exposición se titulaba El largo viaje, como la primera de sus novelas, que yo no conocía y he aprovechado para leer. De hecho, en estos meses de julio y agosto he leído varios libros de y sobre Semprún, cuya vida es fascinante y cuya obra, toda ella de inspiración autobiográfica, intenta estar a la altura de esa vida, aunque no siempre lo consigue. Sí, me han decepcionado algunas de sus novelas, empezando por la célebre Autobiografía de Federico Sánchez, de gran valor testimonial pero escaso valor literario.

Nacido en el seno de una familia ilustre (era nieto del presidente Maura), Semprún fue combatiente de la Resistencia contra la ocupación alemana, superviviente del campo de concentración de Buchenwald, conspirador clandestino en la España del franquismo, miembro del comité central del PCE en el exilio, novelista y guionista de éxito internacional, ministro en uno de los gobiernos de Felipe González… ¿Quién puede superar eso?
Hombre de acción durante más de dos décadas, no es de extrañar que su vida haya inspirado a buen número de escritores: se han publicado no menos de media docena de biografías suyas. La que acabo de leer, La aventura comunista de Jorge Semprún de Felipe Nieto, se centra en su etapa de mayor actividad política, desde su aproximación al comunismo a principios de los cuarenta hasta su expulsión del PCE en 1965. Es apasionante el relato de los diez años en los que, comisionado por el Partido para organizar la oposición intelectual al franquismo, entraba y salía de España sin que la Brigada Político-Social, obsesionada con atraparlo, llegara nunca a echarle el guante. ¿Qué pensaría el comisario Conesa si supiera que lo había tenido sentado justo detrás en un Madrid-Barça en el Bernabéu y que en la plaza de toros de Vista Alegre, invitado por su amigo Domingo Dominguín, había ocupado un palco muy cercano al del mismísimo Franco?
En los años cuarenta y cincuenta, el Partido purgaba a los suyos con acusaciones de desviacionismo o de “titismo” (por Tito, el presidente de Yugoslavia), tan inconcretas como difíciles de rebatir. Cuando en 1965 los purgaron a él y a Fernando Claudín (y, de paso, a Jordi Solé Tura y a Francesc Vicens), se los acusó de fraccionalismo, otro de esos palabros que no significan nada. Surge entonces el Semprún más interesante, el que, liberado de la disciplina partidaria, hace examen de conciencia y reconoce sus errores del pasado.
Cabe preguntarse por qué personas bienintencionadas colaboran con una maquinaria de terror
Como los fanáticos lo son en las cosas pequeñas igual que en las grandes, su cerrazón había abarcado desde las altas esferas de la política hasta las más modestas de la literatura. A mediados de los cuarenta publicó una reseña de Nada de Carmen Laforet, a la que, con notable ceguera, acusaba de distraer a la juventud española de los verdaderos objetivos de lucha, estar al servicio del franquismo y difundir las ideas del enemigo (¡nada menos!). Por esos mismos años, provocó la ruptura con el comunismo de la célula de escritores que se reunía en la vivienda de Marguerite Duras, quien lo tachó de soplón por haber denunciado ante el Partido los comentarios desenfadados sobre algún dirigente…
Cabe preguntarse (y la cuestión vale también para el presente) por qué personas cultas y bienintencionadas colaboran de forma entusiasta con una maquinaria de injusticia y terror como la que puso en marcha Stalin, cuya muerte inspiró a Semprún un emocionado poema. El estalinismo representaba todo lo contrario de lo que el propio Semprún representa: la sumisión intelectual, la deshumanización, un dogmatismo casi religioso, el culto a la personalidad, la devoción por las jerarquías… Su prolongada adhesión a un comunismo de raíz estalinista se explica por los propios patrones de pensamiento de la militancia, que consideraba “preferible equivocarse dentro del partido a tener razón fuera de él”. ¡Cuántos remordimientos acabaría causando ese sometimiento a Semprún, que en Autobiografía de Federico Sánchez confesaría: “Yo he sido un intelectual estalinizado; hay que saber que lo he sido y tengo que explicar por qué lo he sido”!