La política española atraviesa una etapa de descrédito profundo, no por un fallo puntual ni por una crisis pasajera, sino por una cadena de episodios que han deteriorado su legitimidad y han socavado el prestigio de quienes la ejercen. Lejos de vivirse como un espacio para la confrontación de ideas, la política se ha convertido en un campo de batalla marcado por la crispación permanente, la sospecha constante y la desconfianza generalizada. Es comprensible, entonces, que cada vez haya más ciudadanos que contemplen con escepticismo y desprecio la figura del representante público, mientras se decantan por la abstención o se agarran a las recetas mágicas del populismo de extrema derecha.
En las últimas décadas, el sistema político español ha funcionado sobre una dinámica de alternancia entre bloques: progresistas y conservadores. Sin embargo, este cambio de ciclos nunca ha obedecido a debates ideológicos o a propuestas reformistas. Más bien, los cambios han sido consecuencia del hundimiento de los gobiernos por escándalos de corrupción. Así cayó Felipe González, rodeado por los GAL y los casos de corrupción sistémica del PSOE, que abrió la puerta de la Moncloa a José María Aznar, quien salió por la ventana por la manipulación y las mentiras sobre los atentados del 11-M en Madrid. También así fue desalojado Mariano Rajoy tras conocerse la condena al PP en el caso Gürtel, por la moción de censura que facilitó el retorno de los socialistas al poder. Y así se tambalea ahora Pedro Sánchez, acosado por los escándalos que afectan a los dos últimos secretarios de organización del PSOE.

La alternancia, pues, se produce por descomposición del adversario y esto erosiona la confianza en el sistema. La crispación se ha convertido en el mejor combustible para alimentar el desgaste. Los discursos se cargan de descalificaciones, los parlamentos se convierten en platós y las redes sociales amplifican la toxicidad hasta convertir la política en un espectáculo polarizado donde el ruido sustituye al contenido y las fake news moldean las percepciones y arrinconan los hechos contrastados.
Este circo no es exclusivo de España. Basta mirar hacia Estados Unidos, donde Donald Trump gobierna como si estuviera pasando las pantallas de un videojuego mientras insulta, miente y manipula sin escrúpulos. Las convenciones que han sostenido la vida democrática, como el respeto institucional, la autonomía de las instituciones o los límites éticos del poder, han saltado por los aires. Las instituciones ya no son vistas como garantes del interés general, sino como instrumentos al servicio de una ideología y de un partido.
Se habla de Santos Cerdán, de Ábalos y de Koldo, pero ¿sabemos quién les pagaba las comisiones?
Cuando la corrupción acecha, enseguida aparecen medidas para combatirla, pero suelen ser más efectistas que eficaces. Tras cada escándalo se levanta más alto la bandera de la transparencia y se somete a los cargos públicos a una exhibición total de sus bienes. ¿De verdad mejora la democracia saber si un diputado heredó un trastero de su abuelo o si un ministro aún paga la hipoteca de su piso? La rendición de cuentas es indispensable, sin ninguna duda, pero debería gestionarse desde una oficina independiente y con garantías de confidencialidad, y no como un espectáculo que alimenta el morbo y la demagogia. El escrutinio público injustificado y la pérdida absoluta de la privacidad genera una presunción de culpabilidad que aleja de la política a muchas personas que podrían aportar experiencia y compromiso.
Por el contrario, sorprende que cuando aparece un caso de corrupción siempre conocemos el nombre del político corrompido, pero raramente el de la empresa corruptora, que tiene exactamente la misma responsabilidad. Estos días, por ejemplo, se habla de Santos Cerdán, de Ábalos y de Koldo, pero ¿sabemos quién les pagaba las comisiones? Si no atacamos también esa raíz empresarial de la corrupción, seguiremos combatiendo los síntomas sin curar la enfermedad.
La buena política es necesaria y debe recuperar su vocación de servicio, su dimensión institucional y su prestigio social. No como un privilegio, sino como una forma digna y valiosa de contribuir al bien común. Si no se consigue, el vacío lo ocuparán los oportunistas, los más mediocres, los populistas y los que entienden el poder como un botín. A la política, como dice el refrán, entre todos la mataron y ella sola se murió.