Durante buena parte del siglo XX, en las sociedades occidentales se instaló una convicción profunda: los hijos vivirían mejor que sus padres. Ese progreso no era solo económico, sino también social y vital. Se esperaba que cada generación tuviera más oportunidades de estudio, más estabilidad laboral, más acceso a la vivienda y, en definitiva, más bienestar. Esta dinámica alimentó un imaginario colectivo de ascensor social bien engrasado que las generaciones más jóvenes están descubriendo que ya no funciona como antes.
Aceptar que el ascensor se ha roto supone un shock generacional. La expectativa de un futuro más próspero transmitida por las familias, los sistemas educativos y los discursos políticos se ha topado con un muro de dificultades materiales y sociales. El resultado es una frustración colectiva que tiene efectos profundos en la política y en la cohesión social.
Es un cambio para las generaciones más jóvenes, que ven su futuro con más miedo que ilusión
Uno de los síntomas más claros de este cambio es la vivienda. Según datos recientes, en España solo puede emanciparse el 15,2% de los jóvenes menores de 35 años, el peor dato desde que se registran estas cifras. En Catalunya solo se va de casa de sus padres el 17,6%. La paradoja es evidente: a pesar de tener un índice de paro históricamente bajo, el acceso a un piso de alquiler o a la compra de una vivienda se ha vuelto prácticamente imposible. El alquiler medio exige a los jóvenes dedicarle hasta el 90% de su sueldo, mientras que comprar una casa implica hipotecar más de una década completa de ingresos, el doble de los años que les costó a sus padres.
Emanciparse se ha convertido en un privilegio al alcance de pocos. A diferencia de lo que sostienen ciertos discursos simplistas, los jóvenes no son pasivos. La inmensa mayoría trabaja o estudia. Sin embargo, ni el esfuerzo personal ni el aumento de la cualificación garantizan hoy el bienestar esperado. El mercado laboral ofrece contratos temporales, salarios bajos y carreras profesionales mucho más inestables que las que tuvieron sus padres. Y este panorama también impacta en la baja natalidad registrada en toda Europa, y todavía más en nuestro país. Tener menos hijos no es solo una decisión cultural, sino también una consecuencia directa de la pérdida de expectativas de futuro.

Toda esta realidad tiene un impacto emocional innegable. La incertidumbre marca a las nuevas generaciones, que sienten que, por mucho que se esfuercen, difícilmente alcanzarán el nivel de bienestar prometido. Y ese malestar, a veces consciente y otras latente, se convierte en terreno fértil para discursos que buscan canalizar la frustración hacia explicaciones simplistas y culpables claros.
La extrema derecha ha sabido interpretar este clima como nadie. Su narrativa de lo que ocurre se asienta en la idea de que todo es por culpa de un sistema fallido dirigido por unas élites políticas incompetentes y agravado por amenazas externas e internas como la inmigración descontrolada, la inseguridad, el dominio del islam o los discursos feministas.
La esperanza en un futuro mejor ha sido sustituida por el miedo. Se está normalizando un discurso pesimista y confrontativo que conecta con millones de personas que sienten que su vida no será como les habían prometido. Ni los modelos conservadores tradicionales ni la socialdemocracia saben ofrecer respuestas convincentes a esta frustración. Unos se aferran a valores y esquemas de un mundo que ha cambiado y otros hablan de políticas redistributivas que no alcanzan a resolver los problemas estructurales de vivienda, pensiones, trabajo y natalidad. Es en ese vacío de soluciones donde más prosperan las propuestas radicales y los discursos simplistas y polarizadores, como los de Donald Trump en Estados Unidos o el imparable avance electoral en muchos países europeos de fuerzas que se nutren del desencanto generacional.
Vivimos una etapa marcada por generaciones disgustadas que están dispuestas a enmendar principios y valores que han funcionado durante décadas para forjar un Estado de bienestar en el que la clase media ocupaba la centralidad. Sería ingenuo pensar que el auge de la extrema derecha tiene que ver con la inmigración o la inseguridad ciudadana y no con la falta de vivienda, salarios dignos y servicios públicos de calidad. El miedo seguirá ganando a la esperanza mientras el futuro de los jóvenes no se parezca al que les habían prometido y habían imaginado.