La condonación de la deuda a las autonomías acordada por el Gobierno ha suscitado una enorme polémica. Desde un punto de vista técnico, es una iniciativa generadora de un incentivo perverso, el denominado riesgo moral. Si las comunidades asumen que el Estado las rescatará de sus excesos de gasto, los incentivos para mantener la disciplina presupuestaria desaparecen. Desde el político, se traduce en una mutualización de la deuda, porque esta no desaparece, sino que es asumida por todos los ciudadanos del Estado con independencia de la buena o mala gestión de los gobiernos autonómicos. Ello supone agravios comparativos y conflictos interterritoriales lesivos para la convivencia y para la estabilidad.

Con independencia de lo dicho, el problema de fondo es la existencia de un modelo de financiación autonómica cuajado de inconsistencias desde su creación que, como era inevitable, se han agravado con el paso del tiempo. Así, por ejemplo, la insuficiente corresponsabilidad fiscal se traduce en un desequilibrio entre la capacidad de gasto de las comunidades y la de obtener ingresos propios para financiarlos. Al depender en gran medida de las transferencias y la coparticipación en la recaudación estatal, las CC.AA. no tienen acicate alguno para optimizar sus estrategias de gasto ni han de asumir el coste político de aumentar los impuestos para financiarlos. Además, la falta de transparencia y la complejidad del sistema impiden una asignación de responsabilidades claras y, por tanto, dificulta la rendición de cuentas a los ciudadanos. En este contexto, es necesario abordar una revisión profunda del modelo vigente. La pregunta es ¿qué hacer?
La respuesta es sencilla: las Españas han de transitar hacia un modelo de federalismo competitivo. Cada nivel de gobierno ha de ejercer sus poderes de forma independiente. Las políticas específicas que una entidad subcentral desarrolla no tienen por qué coincidir con las de otras, permitiendo la creación del marco que mejor se adapte a las preferencias de sus ciudadanos. Si una autonomía es ineficiente, su presión fiscal frente a los servicios que ofrece es excesiva o está hiperintervenida, corre el riesgo de perder población y actividad económica, lo que ejerce una presión natural para mejorar su gestión. Es el famoso aforismo de “votar con los pies”. Y, por cierto, la evidencia empírica muestra que este sistema tiene un efecto positivo y de largo plazo sobre el crecimiento económico. Ello implica cambios sustanciales.
Las Españas han de transitar hacia un modelo de federalismo competitivo, un juego de suma positiva
En el plano tributario, al margen de la opción de crear tributos propios, debería concederse a las comunidades una total autonomía normativa sobre un porcentaje mayor del IRPF, 70%-80%. El Estado establecería un tramo federal uniforme para todos los contribuyentes. Las comunidades podrían establecer sus propias escalas de tipos, deducciones y exenciones sobre el susodicho porcentaje. En el impuesto de sociedades, el Estado mantendría un tipo fijo y reducido (10% o 15%) a nivel nacional. Pero las CC.AA. podrían establecer un tipo adicional sobre los beneficios de las empresas radicadas en su territorio. Esto abriría la puerta a la competencia fiscal entre las autonomías para atraer empresas e inversión y para prevenir una fiscalidad demasiado elevada.
Ese modelo debe ir acompañado por reglas fiscales sólidas. Cuarenta y nueve de los 50 estados de EE.UU. tienen requisitos constitucionales o legales de equilibrio presupuestario. Una obligación similar en las Españas, combinada con la autonomía tributaria descrita, incentivaría la disciplina fiscal; un ancla que obligaría a las comunidades a gastar solo lo que ingresan, salvo en circunstancias extraordinarias y tipificadas. Esto previene el aumento descontrolado de la deuda pública. Al limitar la capacidad de las administraciones subcentrales para endeudarse, se evitan rescates financieros por parte del Gobierno, lo que fomenta la responsabilidad financiera y el correcto funcionamiento de la competencia.
Por añadidura, al igual que en EE.UU., donde los estados tienen una amplia potestad para diseñar sus políticas fiscales y de gasto, las CC.AA. de las Españas podrían elegir si quieren asumir o no mayores competencias. Esta elección estratégica permitiría a cada una de ellas concentrarse en lo que mejor sabe hacer o en las áreas que considera prioritarias. Es la antítesis del lamentable “café para todos” de la transición, porque permite a cada una alcanzar el nivel de autogobierno que desee o se considere capaz de gestionar. La hipotética asimetría de ese enfoque sería voluntaria, no impuesta.
El federalismo competitivo es un juego de suma positiva. Fomenta la innovación, la eficiencia y el desarrollo de todas las autonomías tanto ricas como pobres. Promueve que los gobiernos subcentrales compitan entre sí para atraer capital, empresas y talento, lo que puede llevar a una mayor eficiencia, innovación y crecimiento económico en general. En este entorno institucional, las autonomías menos desarrolladas no están simplemente a la espera de transferencias del Gobierno, sino que tienen un incentivo para ser proactivas en su propio desarrollo.
Por último, el federalismo competitivo no significa una ausencia del Estado central. Su papel se transforma de gestor y ejecutor a garante de la cohesión social y la igualdad de oportunidades. Su función principal debe ser el aseguramiento de la unidad de mercado, de los servicios públicos esenciales, y de las funciones básicas del Estado. De igual modo, el Gobierno central ha de retener la autoridad para definir políticas de estabilización macroeconómica. En medio de la irracionalidad imperante en las Españas, ¿este planteamiento es viable? Quién lo sabe, pero es el mejor para combinar la unidad y pluralidad de la vieja Piel de Toro.