En EE.UU. ya no se convocan ruedas de prensa: se celebran misas. Y en Utah, con Spencer Cox de oficiante, ni siquiera hizo falta coro. Bastó con la detención del presunto asesino de Charlie Kirk para que el gobernador republicano, mormón y trumpista, subiera al púlpito improvisado y pidiera a los fieles que no miraran ni compartieran las imágenes del crimen. Lo dijo con solemnidad: “Las redes sociales no son buenas para la humanidad”. Amén.

Lo sorprendente no es el mensaje, cada vez más compartido aunque todavía se pronuncie en voz baja, sino que salga de la boca de un político que debe gran parte de su influencia a ese mismo ecosistema digital donde Trump se mueve como pez en el agua y donde Kirk se convirtió en apóstol de la ultraderecha.
La paradoja es evidente: Trump no existiría políticamente sin Twitter, ni Kirk habría pasado de agitador menor a icono de la derecha radical sin los algoritmos que lo auparon al rango de predicador digital. Las redes no solo amplifican, moldean. Fabrican líderes de barro a golpe de retuit, crean ídolos exprés e incitan al odio contra todo lo que los contradiga.
Las redes no solo amplifican, moldean: fabrican líderes de barro a golpe de retuit
Cox recordó que la historia americana conoce capítulos sangrientos, JFK, Luther King, Malcolm X, pero lo inquietante de este tiempo es que los asesinos ya no necesitan un manifiesto ideológico ni una trama política detrás: basta un scroll infinito, un hilo de teorías conspirativas y un ejército de bots rusos o chinos alimentando la rabia. La ideología se ha sustituido por la adicción a la pantalla. El combustible ya no es la convicción sino el algoritmo.
Decir que las redes sociales “no son buenas para la humanidad” es como descubrir, en el 2025, que el tabaco mata. La diferencia es que las redes no se consumen en un bar clandestino sino en una pantalla, con la legitimidad de un derecho fundamental: la libertad de expresión. Ahí está el dilema: ¿cómo separar la libertad de la toxicidad, la información de la manipulación, el debate de la lapidación pública?
Quizá Cox tenga razón: estamos en un momento decisivo. El problema es que ahora millones de personas siguen entregadas al ritual diario de deslizar con el pulgar, esperando la próxima dosis de odio. Y a lo mejor ya no se trata de si este capítulo es oscuro o luminoso sino de si todavía tenemos la capacidad de cerrar el libro.