Hace unos días, mientras salía del cine después de ver una película magnífica, El cautivo de Amenábar, pensé en la fuerza secreta que tienen las historias. Hay algo en el arte de contar que se parece a tender un hilo de luz en la oscuridad. Cervantes, prisionero en Argel, encontró refugio en la palabra. No tenía más armas que su ingenio, ni más cobijo que la voz que inventaba relatos.

Una escena de 'El cautivo'
Me recordó a Sherezade, la heroína de Las mil y una noches, que inventa una narración que deja en suspenso a su verdugo. Al llegar el alba, interrumpe su relato. Sherezade entiende mejor que nadie que la imaginación puede ser más fuerte que el miedo.
Me gusta Bastian, el protagonista de La historia interminable. Ese niño lector que se esconde en un desván para sumergirse en un libro y termina traspasando la frontera entre la realidad y la fantasía. Me emocionaba, de pequeña, la idea de que alguien pudiera cruzar las páginas como si fueran un umbral y convertirse en héroe de la aventura. Con los años, comprendí que todos, de alguna manera, somos Bastian: cada vez que abrimos un libro dejamos atrás la rutina y nos dejamos absorber por otro mundo.
Tal vez la salvación está en volver a sentarnos alrededor del fuego de las historias
Mientras caminaba de regreso a casa tras la película, con las imágenes de Cervantes joven grabadas en la retina, evocaba la sonrisa de Sherezade y los ojos de Bastian. Los tres compartían una misma verdad: que las historias pueden salvarnos. A veces nos rescatan del tedio, otras del dolor, y en ocasiones, como en Argel, de la misma muerte. Quizá, en este mundo convulso, con guerras que vuelven a teñir de miedo los mapas y hostilidades que parecen repetirse, la salvación no esté tanto en levantar muros o afilar armas, sino en volver a sentarnos alrededor del fuego de las historias.
Tal vez lo que necesitamos es aprender a narrar y a escucharnos. Convertirnos, de algún modo, en Sherezades de nuestro tiempo: enlazar historias, prolongarlas hasta el amanecer, dejar que sean ellas quienes nos mantengan vivos. Una buena historia nunca termina del todo: se prolonga en quien la escucha, en quien la recuerda, en quien la vuelve a contar. En esa continuidad, una cadena secreta de voces, quizá resida nuestra verdadera posibilidad de salvación.