Las catástrofes se provocan y afectan a un lugar concreto, pero son debidas a condiciones globales. Hay incendios o inundaciones en un sitio, pero sabemos que no se hubieran producido si no se dieran unas condiciones generales que los hacían posibles; las guerras que se provocan serían inconcebibles sin un contexto general que desequilibra mecanismos de contención hasta ahora suficientemente disuasorios; la presión migratoria se ejerce sobre un punto concreto, pero tiene como causas las desigualdades globales y la inhabitabilidad de lugares muy alejados. No hay casos sin condiciones y, aunque sea más difícil, modificar las condiciones es más útil que intervenir para paliar los casos concretos.
Zygmunt Bauman calificaba a nuestro mundo como líquido, pero yo siempre he pensado que era más bien gaseoso, es decir, atmosférico, contextual, inflamable, volátil, turbulento, viral, siempre a punto de que se produzca una crisis, una estampida, una reacción de pánico, más cercano a la lógica de los fenómenos meteorológicos que a la física de fluidos, más de emanaciones que de flujos, donde el control no se ejerce regulando unos canales sino, en el mejor de los casos, mediante la configuración de las condiciones generales.

Las principales crisis que caracterizan al mundo actual tienen tres propiedades que las hacen especialmente complejas y muy difíciles de gestionar: que son inevitables en una medida muy inquietante, que no se explican por un solo factor y que se trata de crisis totales. Inevitabilidad, interconexión y totalidad son tres características que definen su naturaleza y, sobre todo, el tipo de mundo en el que vivimos.
En primer lugar, son crisis que se pueden prever, gestionar y reparar, pero que irrumpen en cualquier momento siempre que se den unas determinadas condiciones que solo podemos controlar parcialmente. El ejemplo más ilustrativo es el de los incendios, que pueden producirse en cualquier momento cuando se da la fatal coincidencia de que hay más de 30 grados de temperatura, menos del 30% de humedad y vientos de más de 30 kilómetros por hora. La producción de burbujas, una gobernanza global insuficiente, la inestabilidad de la economía o su excesiva financiarización crean un escenario en el cual se puede producir una crisis en cualquier momento. La escalada de las hostilidades es inevitable si confluye un cierto nivel de desconfianza y la debilidad de las instituciones que podrían asegurar la paz. Los movimientos migratorios seguirán existiendo mientras haya tanto contraste de penuria y riqueza, de desesperación y oportunidades, de modo que ninguna policía de fronteras o los más altos muros podrán detenerlos. Habrá crisis de la vivienda mientras coincidan la escasez de casas con un mercado inmobiliario que las convierte en inversiones especulativas.
La segunda propiedad de nuestras crisis es que no se deben a comportamientos individuales sino a la interacción de muchos comportamientos individuales y determinadas condiciones de contexto. Un instinto atávico nos lleva a concluir que cuando algo falla tiene que haber un culpable y, si bien es cierto que detrás de las crisis hay autores irresponsables, en sentido propio, este tipo de crisis se deben a la interacción fatal de actores y factores.
Hoy no hay diversas crisis a la vez, sino una gran crisis que desequilibra las condiciones del mundo en el que vivimos
Hubo quien prefirió explicar los pasados incendios como el resultado de un terrorismo incendiario, cuando lo cierto es que el número de incendios provocados fue muy pequeño y eso nos distrae de abordar las causas de que se dieran las condiciones generales en virtud de las cuales el campo se hacía tan inflamable.
Las crisis económicas son interpretadas como debidas al comportamiento individual (estafadores según la versión de la izquierda o gente que vive por encima de sus posibilidades para la derecha), olvidando así que una crisis económica de gran envergadura no se habría producido si no fuera porque había condiciones estructurales que la inducían, como la débil gobernanza global o determinados incentivos del mercado inmobiliario.
Confiamos demasiado en el cambio de los comportamientos individuales para resolver la crisis climática, en la modificación del consumo (producciones de comercio local, otro tipo de movilidad, responsabilidad personal con el reciclaje), pero el problema es que se trata de pequeñas acciones, necesarias pero insuficientes, en medio de una economía general en la que estas acciones individuales tienen una influencia muy escasa sobre la sostenibilidad del sistema y con unos acuerdos globales limitados y de débil implementación.
La tercera propiedad de estas crisis es que está en crisis la totalidad (del sistema, de la sociedad, de la vida, del planeta), no se refieren a aspectos parciales de nuestra vida, a fallos aislados y coyunturales. Ni siquiera es una crisis recurrente o muchas que se agolpan y solapan (el concepto de policrisis hizo furor durante la pandemia, pero no caracteriza bien nuestra situación). No son diversas crisis al mismo tiempo, sino una grande que desequilibra las condiciones del mundo en el que vivimos. Podríamos decir que no está en crisis todo sino el todo; no están en crisis diversos ámbitos de nuestra condición sino la relación entre esos ámbitos.
Hay una interacción fatal, una concatenación o reverberación que multiplica trágicamente cualquiera de los errores en los que nos vemos envueltos: el clima, el modelo productivo, la desigualdad, la desinformación, el autoritarismo, todo se incrementa y redobla en una dinámica de transmisión que no se restringe a una localidad concreta y que ninguna intervención es capaz de aislar o moderar completamente.